jueves, 26 de abril de 2018

Maratón de Madrid: uno más de Javi, mi hermano



Un año más Javi se estuvo preparando para el maratón de Madrid, que tuvo lugar el día 22 de abril de este año. Llegó a la meta con un tiempo de 3 horas y 49 minutos, quedando el 2994 en la clasificación general y el 2867 entre los hombres. Respecto a su grupo de edad, quedó en el lugar 31.

Un maratón más, nos dijo al enviarnos su crónica. Maribel, nuestra hermana comentó en un mensaje:
“Muy expresivo, sin pelos en la lengua. Un récord sabiendo que el ganador lo hizo en una hora menos. De todas formas pone los pelos de punta.”

Yo añadí por mi parte:
“De acuerdo con Maribel: seco, deslenguado, certero…y un enigma sin poder resolver.”

A lo que añadió Javi:
“Lo de deslenguado es cierto, y es la primera vez que me lanzo…”

Aquí va la crónica, escrita por Javi en caliente, como siempre, la tarde del maratón.


Teorías que nada prueban

Cualquiera que haya corrido un maratón tendrá una teoría más o menos elaborada acerca de un fenómeno que, sin embargo, sigue siendo un enigma. Yo también tuve en su momento una teoría propia, o dos, o más, no me acuerdo muy bien. Ahora ya no. Ahora lo que tengo es un dolor persistente en los cuádriceps.

Entre esos sabios expertos, habrá quienes definan el maratón como un reto personal, un desafío a los límites del cuerpo y la cabeza, un ejemplo de superación o una simple terapia. Puede ser, no digo que no, abundan los manuales de autoayuda que tratan de estas cosas.

Seguramente habrá otros que lo describan con términos más punzantes, y hablen de esta carrera como de una exhibición masoquista de llagas y de vómitos para deleite de una masa de aficionados que gozan, en secreto, de esas turbias pasiones. Y digo 'en secreto' porque todo este repertorio de groserías fue erradicado de la plaza pública hace ya un par de siglos, cuando abandonamos las costumbres ancestrales y decidimos refinar nuestros gustos.

Entre aquellos hábitos hoy desechados, hubo todo un conjunto de prácticas ligadas al comienzo de la primavera que no había más que ver, una orgía colectiva que con el tiempo se fue transformando en lo es hoy, ese triste simulacro turístico que ha eliminado de raíz las coronas de espinas, los azotes que abren llagas, los costados heridos por la aguda lanza, las manos traspasadas por un clavo roñoso o el suave lienzo de lino empapado en hiel y vinagre para multiplicar los estragos de la sed; en suma, toda aquella panoplia de dulces crueldades que tanto nos entretenían cuando entonces, y que luego cayeron en el olvido más cruel. Así nos va.

A cambio de todo aquello, nos trajeron pamplinas como Los Teleñecos, Máster Chef, el sexo virtual y cosas por el estilo. Pero que nadie se engañe: las pasiones son la esencia de nuestra identidad como especie, y no hay forma de enterrarlas. Por eso digo que hay quien piensa que el maratón de Madrid nos trae cada primavera el vivo recuerdo del Gólgota, una interminable procesión de disciplinantes (no sé si muy 'disciplinados') que exhiben sin pudor sus miserias ante un público tan gozosamente obsceno como el propio espectáculo.

Reconozco haber participado en esa mascarada unos cuantos años, hasta que resultó evidente que aquello no era más que un lucrativo negocio patrocinado por los buitres del gremio, y entonces decidí disimular el dolor y buscarme una juerga algo más personal.

Me planteé mi vigésimo quinto maratón como un ejercicio de precisión cuyo éxito dependiera del control de todas las variables posibles: entrenamiento, recorrido y perfil de la carrera, temperatura y grado de humedad, estado emocional y físico, achaques varios derivados de la edad provecta..., todo eso que te permite afinar, vaya.

Dicen que El Retiro es un símbolo de la ciudad, y que como tal símbolo conviene preservarlo. Me parece bien. Por eso han cambiado este año el recorrido del maratón. Con el nuevo trazado, la clave de la carrera estaba en la Casa de Campo, casi siete kilómetros (del 28 al 35) en los que se iba a ventilar el éxito o lo otro.

La cosa estaba clara, entonces: había que machacar ese tramo una y mil veces en los entrenamientos. Y así lo hicimos: los martes y jueves con los Garrapatas, los domingos con Jesús y David, compañeros de aventura esta vez.

Y funcionó, vaya que sí. Salí de la Casa de Campo sin que el ritmo de carrera se hubiese resentido lo más mínimo. Iba bien hidratado, a pesar del calor, muscularmente indemne (entiéndase, sin nada roto) y convencido de que la carrera estaba hecha, entre otras cosas porque en ese punto del recorrido estoy a dos pasos de casa, y lo que falta, con ser duro, lo conozco de sobra.

Todo ocurrió en un instante. La bajada vertiginosa por la Avenida de Portugal termina en una curva cerrada que conduce al puente de Segovia por una vía muy estrecha. Fue precisamente en esa curva: había tanta gente que tuve que tomarla por la parte más abierta, y esa minucia me desencuadernó del todo. Fue una caída súbita en un agujero negro que me condujo al puente con las piernas llenas de serrín, lo que se dice acabado.

Faltaban siete kilómetros y medio para llegar a meta, un completo calvario, pero no estaba dispuesto a exhibir ningún indicio de mi estado miserable (¡No con mis vísceras!) ni tampoco a ceder tiempo. Tocaba, por tanto, media hora larga de secreta pasión, los quince últimos minutos acompañado por Daniel.

No daré detalles, pero debe quedar claro que fallé en lo esencial, lo que confirma algo que a estas alturas debería ser una evidencia para cualquier corredor: no hay manera de desentrañar este enigma.

A cambio, una pequeña victoria que tiene que ver con el festín masoquista del que hablaba antes. En el kilómetro treinta y siete y medio, justo en la curva que conduce a la cuesta de la Calle Segovia, Ángela me hizo la foto que aquí veis. Iba fundido del todo (muerto-matao, que dicen los Paquetes), pero ella asegura que no se me notaba. Juzguen ustedes.

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