Otra carrera
de mi hermano.
Javi: Inmejorable como pieza literaria, la mejor de todas tus crónicas. Y con esas ráfagas que hacen guiños a un paisaje primigenio. Cuídate mucho, para que muchas veces podamos leer aún mejores crónicas; pero, sobre todo, para que la salud no te impida seguir corriendo; que sea en las mejores condiciones aunque no lo fueran las marcas.
Javi: Inmejorable como pieza literaria, la mejor de todas tus crónicas. Y con esas ráfagas que hacen guiños a un paisaje primigenio. Cuídate mucho, para que muchas veces podamos leer aún mejores crónicas; pero, sobre todo, para que la salud no te impida seguir corriendo; que sea en las mejores condiciones aunque no lo fueran las marcas.
Lección de Geometría
"Cuando
entonces, aprendimos aquello del círculo, la elipse, el rectángulo y el rombo,
la esfera, todo aquello, y lo más turbio, lo peor, el trapezoide, aquella cosa
tan oscura que sonaba a traición, a plato poco comestible.
Porque el
trazado de la carrera tenía una forma parecida a eso, así que ya desde el
inicio se activó el come-come de la adorable víscera, el remate previsto de una
semana que tuvo mal comienzo, un sábado con más de una docena de subidas al
pico de oro de los pulsos, ni veinte metros de tregua, se dice pronto, y luego
tres avisos más hasta llegar a este domingo teresiano, a este viaje hacia el
origen que no era más que un trapecio fuera de toda proporción.
Y eso que el
día era casi-casi bueno. Incluso chispeó de madrugada, no te creas. Olía la
tierra a esencias del primer abril, o eso pensabas tú, pero lo cierto es que,
nada más salir, en pleno puente románico (romano le decíamos entonces), frente
a la ermita del Santísimo Cristo del Caño, que ya es decir, vino el primer
aviso, y la evidencia: si te quedas dentro (de la carrera), vas a pasarlo mal;
si te sales, peor.
Te quedas. El
último, por descontado, furgón de cola sin vivir en mí, la vista en el punto
más alto del recorrido, Las Cabezas Altas, nombre gallardo y caballero, abulense
de pro: siempre te quedará la toponimia.
Y bueno,
comienza la subida, poco a poco, con un trote ligero, más arriba, adelantando
gente por la orilla incluso cuando el perfil de la cuesta obliga a andar, los
robles secos, pero que muy secos, concentrado (¿quién?) en la espalda de alguna
corredora que vaya por delante, todas las vértebras brillando, de sudor, no te
creas, con más ganas de ganarle el pulso (o sea, la partida) a la víscera
deforme, la purrusalda esa que anda suelta por ahí dentro.
La segunda
llamada, 171, capicúa, para la colección. Te preguntan qué tal vas, qué pasa, a
ti, te lo preguntan Ángel y su chica: te pasa lo que estaba cantado que tenía
que pasar. Se ofrecen, ella y el ángel, a subir contigo hasta coronar en Las
Cabezas (Altas), pero no, solo faltaba, aunque agradeces el gesto. Y lo peor,
la puntilla, te dicen: “por nosotros / no SE preocupe”: acabáramos.
Finalmente te ofrecen por si acaso un gel de pera, el gel del ángel, de regalo,
porque si todo se vende nadie puede impedir que todo se regale, para eso
los ángeles.
Y vuelven a
pasar otra vez los que habías ido dejando atrás, así que recurres a “La
encina”, de Rodríguez Claudio, Zamora, o a Manolo Vázquez, Montalbán,
poemas circulares, más que nada por volver a otra geometría más afable.
Un poco más
arriba ya van apareciendo pueblos al otro lado del valle, entre lo verde: El
Tremedal, La Zarza, más abajo Los Narros y Santa Lucía, no se ve el estanque,
Los Loros, Casas de Maripedro aquí debajo, y Cabeza Redonda enfrente, una nube
de pinos en medio de la roca, tantas veces alivio en las mañanas frescas de
verano. Pero ahora…
Ahora viene un
tramo llamado técnico, subida a cuatro patas, divertido mientras repites la
dulce melopea: “La encina, que conserva más un rayo / de sol que todo un mes de
primavera”, pero aquí no hay encinas, no seas calamidad, mejor cambias de
latitud mientras dura la regresión esta a los meses de mero andar a gatas, la
cabeza perdida (Las Cabezas Altas), el cielo y las raíces en medio de no se sabe
qué.
Y justo cuando
faltan cuatro metros para coronar, el cosquilleo, 174, ese punto en el que
nadie querría despertar al corredor si se queda dormido, el sueño místico del
abulense intrépido, el zoquete al cubo, zoquetoide, tú verás, “nunca (dice Manolo
Vázquez), / aunque sepa los caminos / llegaré / a ese lugar / del que nunca
quiera regresar”.
A partir de
ese punto ya todo es bajada, nos van diciendo. Parada técnica en Las Cabezas
(eso), con todo el pueblo, once personas, en la calle, dándolo todo en el
avituallamiento, dando el viático a base de sandía, naranja y todo aquello. Y
lo mejor: alguien que ha conectado un altavoz por los balcones: “te vas
pensando en volver”, ya estamos casi todos, aunque tampoco hasta aquí te va a
llegar aquel perfume de brea, no te pienses, aunque sí de cantueso o de lavanda.
Es una bajada
vertiginosa por el lecho de un arroyo, luego entre piornos, piedra y linderos
para tronchar tobillos, quince minutos de vértigo en las tardes aquellas de
septiembre, después de dejar el ganado arriba-arriba, y antes de que empezaran
a retumbar los truenos sobre el granito, el pánico vestido de pasión, pura
velocidad a ciegas, entonces, cuando entonces, cuando daba igual que fueran
retamas o piornos, la luz de los relámpagos ardiendo hacia el oeste.
De vuelta en
el llano, los cinco kilómetros finales, reservados para correr de verdad. Era
el plan que habías trazado, el plan que habías traicionado, porque los saltos
menudean ya más de la cuenta, para y arranca, de camino al puente, nunca,
repites, absorbido por el trío que culminó arriba contigo y que te engulle
ahora para cruzar de incógnito la meta, tragándote lo que desde el principio
era más que evidente, “porque al llegar / nunca puedes volver a Ítaca / lejana
y sola”.
Mejor así,
después de todo."
Mapa
Ratón +
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