lunes, 16 de octubre de 2017

Lección de geometría: otra carrera de Javi, esta vez desde El Barco de Ávila a Las Cabezas Altas


Otra carrera de mi hermano. 
Javi: Inmejorable como pieza literaria, la mejor de todas tus crónicas. Y con esas ráfagas que hacen guiños a un paisaje primigenio. Cuídate mucho, para que muchas veces podamos leer aún mejores crónicas; pero, sobre todo,  para que la salud no te impida seguir corriendo; que sea en las mejores condiciones aunque no lo fueran las  marcas.

Lección de Geometría

"Cuando entonces, aprendimos aquello del círculo, la elipse, el rectángulo y el rombo, la esfera, todo aquello, y lo más turbio, lo peor, el trapezoide, aquella cosa tan oscura que sonaba a traición, a plato poco comestible.

Porque el trazado de la carrera tenía una forma parecida a eso, así que ya desde el inicio se activó el come-come de la adorable víscera, el remate previsto de una semana que tuvo mal comienzo, un sábado con más de una docena de subidas al pico de oro de los pulsos, ni veinte metros de tregua, se dice pronto, y luego tres avisos más hasta llegar a este domingo teresiano, a este viaje hacia el origen que no era más que un trapecio fuera de toda proporción.

Y eso que el día era casi-casi bueno. Incluso chispeó de madrugada, no te creas. Olía la tierra a esencias del primer abril, o eso pensabas tú, pero lo cierto es que, nada más salir, en pleno puente románico (romano le decíamos entonces), frente a la ermita del Santísimo Cristo del Caño, que ya es decir, vino el primer aviso, y la evidencia: si te quedas dentro (de la carrera), vas a pasarlo mal; si te sales, peor.

Te quedas. El último, por descontado, furgón de cola sin vivir en mí, la vista en el punto más alto del recorrido, Las Cabezas Altas, nombre gallardo y caballero, abulense de pro: siempre te quedará la toponimia.

Y bueno, comienza la subida, poco a poco, con un trote ligero, más arriba, adelantando gente por la orilla incluso cuando el perfil de la cuesta obliga a andar, los robles secos, pero que muy secos, concentrado (¿quién?) en la espalda de alguna corredora que vaya por delante, todas las vértebras brillando, de sudor, no te creas, con más ganas de ganarle el pulso (o sea, la partida) a la víscera deforme, la purrusalda esa que anda suelta por ahí dentro.

La segunda llamada, 171, capicúa, para la colección. Te preguntan qué tal vas, qué pasa, a ti, te lo preguntan Ángel y su chica: te pasa lo que estaba cantado que tenía que pasar. Se ofrecen, ella y el ángel, a subir contigo hasta coronar en Las Cabezas (Altas), pero no, solo faltaba, aunque agradeces el gesto. Y lo peor, la puntilla, te dicen: “por nosotros  / no SE preocupe”: acabáramos. Finalmente te ofrecen por si acaso un gel de pera, el gel del ángel, de regalo, porque si todo se vende nadie puede impedir que  todo se regale, para eso los ángeles.

Y vuelven a pasar otra vez los que habías ido dejando atrás, así que recurres a “La encina”, de  Rodríguez Claudio, Zamora, o a Manolo Vázquez, Montalbán, poemas circulares, más que nada por volver a otra geometría más afable.

Un poco más arriba ya van apareciendo pueblos al otro lado del valle, entre lo verde: El Tremedal, La Zarza, más abajo Los Narros y Santa Lucía, no se ve el estanque, Los Loros, Casas de Maripedro aquí debajo, y Cabeza Redonda enfrente, una nube de pinos en medio de la roca, tantas veces alivio en las mañanas frescas de verano. Pero ahora…

Ahora viene un tramo llamado técnico, subida a cuatro patas, divertido mientras repites la dulce melopea: “La encina, que conserva más un rayo / de sol que todo un mes de primavera”, pero aquí no hay encinas, no seas calamidad, mejor cambias de latitud mientras dura la regresión esta a los meses de mero andar a gatas, la cabeza perdida (Las Cabezas Altas), el cielo y las raíces en medio de no se sabe qué.

Y justo cuando faltan cuatro metros para coronar, el cosquilleo, 174, ese punto en el que nadie querría despertar al corredor si se queda dormido, el sueño místico del abulense intrépido, el zoquete al cubo, zoquetoide, tú verás, “nunca (dice Manolo Vázquez), / aunque sepa los caminos / llegaré / a ese lugar / del que nunca quiera regresar”.

A partir de ese punto ya todo es bajada, nos van diciendo. Parada técnica en Las Cabezas (eso), con todo el pueblo, once personas, en la calle, dándolo todo en el avituallamiento, dando el viático a base de sandía, naranja y todo aquello. Y lo mejor: alguien que ha conectado un altavoz por los balcones: “te vas pensando en volver”, ya estamos casi todos, aunque tampoco hasta aquí te va a llegar aquel perfume de brea, no te pienses, aunque sí de cantueso o de lavanda.

Es una bajada vertiginosa por el lecho de un arroyo, luego entre piornos, piedra y linderos para tronchar tobillos, quince minutos de vértigo en las tardes aquellas de septiembre, después de dejar el ganado arriba-arriba, y antes de que empezaran a retumbar los truenos sobre el granito, el pánico vestido de pasión, pura velocidad a ciegas, entonces, cuando entonces, cuando daba igual que fueran retamas o piornos, la luz de los relámpagos ardiendo hacia el oeste.

De vuelta en el llano, los cinco kilómetros finales, reservados para correr de verdad. Era el plan que habías trazado, el plan que habías traicionado, porque los saltos menudean ya más de la cuenta, para y arranca, de camino al puente, nunca, repites, absorbido por el trío que culminó arriba contigo y que te engulle ahora para cruzar de incógnito la meta, tragándote lo que desde el principio era más que evidente, “porque al llegar / nunca puedes volver a Ítaca / lejana y sola”.

Mejor así, después de todo."


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