martes, 16 de mayo de 2017

Senegal en vena

La casualidad ha hecho que hayan coincidido dos viajes; uno, a Senegal, a donde han ido mi hermano Javi, Gloria y Daniel durante diez días; otro, a Cuba, país que hemos visitado Mariví y yo. Del primero da cuenta Javi en el escrito que va a continuación. Del de Cuba, ya pondré aquí cosas más adelante, cuando acabe lo que sobre dicho viaje estoy ordenando.

Ahí va el texto de Javi. Senegal en vena, lo titula. Como siempre en sus escritos, simbiosis cabal entre contenido y forma. Y una conclusión: si al adentrarte en África, los africanos te regalan vida, al leer este texto, Javi transmite al lector esas ganas, eso que Lorca decía a quien le quisiera oír: “Lo que más me importa es vivir”.

SENEGAL EN VENA


Las páginas que siguen no son más que un intento de recuperar al menos una parte de lo vivido durante nueve días en Senegal, de la mano de Álvaro Planchuelo, uno de los responsables de la ONG Campamentos Solidarios, dedicada al ecoturismo y embarcada también en proyectos de cooperación. La clave de CS la define bien el propio A.Planchuelo en un artículo acerca del Campamento Badián, la estrella del proyecto de ecoturismo: “Badián representa la armonía del círculo, el recogimiento del ser humano frente a lo desconocido, la conciencia del día y la noche, la belleza de lo simple y lo sencillo, el respeto a lo que nos rodea”. Y es cierto: cuando uno se instala en cualquiera de las nueve chozas, orientadas todas ellas al centro de ese círculo que constituye el corazón del campamento, siente que está ocupando un espacio singular, irrepetible, pero construido sin pretensiones de ningún tipo, de la manera más natural.

Siempre se ha dicho que África es un continente espléndido en muchos sentidos. Personalmente, lo que más me ha llamado la atención en este viaje es el carácter arrebatador de quienes lo habitan: el voltaje del contacto humano es de tal calibre que lo que uno no entiende es cómo no estamos carbonizados después de poco más de una semana de exposición a tantos afectos. Van pasando los días y uno se niega a retomar la vida cotidiana para que nada de lo de aquí contamine el recuerdo del viaje, tal es la potencia de lo vivido. Andábamos preocupados por la prevención frente a la malaria o la fiebre amarilla, y nadie nos había advertido del riesgo de colapso emocional que corre quien decida asomarse a lo más profundo de ese continente enigmático.

No puedo empezar este repaso sin agradecer a Álvaro, Tafa, Talah, Abdu y a la docena larga de amistades (tan entrañables), con quienes hemos compartido el viaje, el cariño que nos han transmitido.



El sueño eterno

La gente del poblado de Badián nos recibió con una sesión de danzas a cargo de un grupo de jóvenes casaderas. El sonido del tam-tam fue congregando a numerosos niños que se acomodaban en silencio junto a nosotros. Quien más quien menos acogió a uno o dos sobre las piernas. Conmigo se quedó un mocoso de unos cuatro años. Al cabo de unos minutos se le empezaron a cerrar los ojos y, poco después, cayó en un sueño profundo, hasta el punto de que se le desmadejaron todos los músculos del cuerpo. La madre se dio cuenta y vino, muy apurada, a recogerlo. Intenté decirle que no me molestaba en absoluto, pero así y todo lo cogió en brazos y se lo llevó. Sin embargo, el niño volvió unos minutos después, se encaramó de nuevo sobre las piernas y se quedó de nuevo roque. Me habría gustado saber qué soñaba en ese momento.





Intercambios

Nadie pretende obtener nada a cambio de la ayuda humanitaria, pero es un error pensar que esa ayuda es gratuita. Por lo que he podido ver, en África a nadie le gusta que le den la sopa boba, y por eso cualquier regalo requiere una recompensa. Me parece bien. No hablo tanto de la ropa ni del material escolar o sanitario que hemos ido recogiendo entre los amigos como del simple día a día. A Moussa le hacían falta unas pilas, me enseñó una de muestra y me preguntó con un gesto si yo tenía alguna; le di las cuatro que necesitaba; y al cabo de una hora, como sin venir a cuento, nos regaló una calabaza-cantimplora. En el poblado bédik de Anyel, le dejé a un muchacho unas zapatillas de agua que ya no iba a usar; no me respondió nada, se limitó a sonreír; cuando nos íbamos, su madre le llamó y, ya con el pie en el autobús, me trajo una pulsera de colores. La que llevo puesta.

El artista en su burbuja

Diop es un artista genialoide capaz de transformar el tronco de una ceiba o de un dimbo en una familia de calamares o en un rey malvado con un cuchillo en la barriga como castigo por haber maltratado a su pueblo. El campamento de Badián ha sido decorado con esculturas de este artista autodidacta.

Diop intentó hace años dar el salto a España y estuvo encarcelado en Málaga. Según él, fueron los mejores días de su vida, con una cama para él solo, buena comida y “el mejor café del mundo”. A los pocos días de su llegada, no se le ocurrió mejor cosa que talar un par de árboles, con la intención de esculpir una obra que propiciara la paz universal. Lo devolvieron a Senegal.

Diop viste siempre una sudadera del Atleti, aunque estemos a cuarenta y cinco grados. A él no le afectan esas cosas. Yo no sé si ciertos artistas universalmente reconocidos, como Miquel Barceló, por ejemplo, que hasta no hace mucho pasaba largas temporadas en un poblado de Mali viviendo como uno más, son muy distintos de Diop. Han tenido más suerte, eso sí.


Baobabs y turisteo

No voy a ser yo quien descubra el baobab, porque eso ya estará en Wikipedia, se supone: “El baobab es el árbol representativo de Senegal. Como en el caso del cerdo, de él se aprovecha todo: corteza, madera, hojas, savia, frutos...”.

Nos dijo Tafa, nuestro guía, que el baobab quiso ser como un dios y los dioses le castigaron duramente poniéndolo al revés: sus ramas parecen raíces, y viceversa. Según las creencias animistas (aun siendo un país de mayoría islámica, el animismo sigue bien arraigado en Senegal), en el baobab habitan numerosos espíritus, encarnación latente de los antepasados que siguen en contacto con los vivos y “nos” protegen frente a cualquier adversidad, siempre que se les trate como es debido.

Los ejemplares viejos de baobab ahuecan el tronco hasta el punto de constituirse en verdaderos contenedores de agua: hasta seis mil litros almacenados para cuando apriete la sequía. En el hueco del baobab se depositaba también a los griots (músicos populares) cuando morían: no podían ser enterrados, porque no habían trabajado la tierra.  Pero todo eso al turista le importa poco. El turista lo que quiere es sacarse una foto haciendo el ganso, así que ahí lo tienes arrastrándose por el hueco del tronco para la instantánea. A Álvaro se le mudó el color cuando vio aquello, pero no dijo nada hasta varias horas más tarde: el hueco del baobab es el refugio perfecto para escorpiones y serpientes mamba. 



Explosión de colores

Se piensa en África como en un territorio castigado por las dificultades, un continente abrasado en el sufrimiento y la tristeza. Es cierto, hemos conocido poblados con grandes necesidades; pero no gente hundida en la miseria, que es cosa bien distinta. La miseria afecta sobre todo a los suburbios de las grandes ciudades, como Dakar, ahora mismo uno de los mayores problemas de toda África. En el  medio rural, por el contrario, se vive con lo mínimo, cierto es, sin luz ni agua corriente, por supuesto; pero la verdad es que apenas hemos visto niños profundamente desnutridos. Las dificultades están ahí, qué duda cabe, pero la energía de la gente es tan poderosa que a menudo se te olvida que existen la pobreza y el dolor asociado a ella. Ocurre lo mismo con los colores: uno tiende a pensar que en África todo ha de ser necesariamente negro, valga la expresión; pero no, ocurre justamente lo contrario: es tal el despliegue de colores, el vértigo de tanto resplandor, que a menudo uno piensa que va a sucumbir de felicidad en medio del paraíso.





La Tacuna 

En cualquier poblado malenke, la vida social gira en torno a la Tacuna, una plataforma de cañizo levantada a metro y pico del suelo sobre una estructura de madera y protegida del sol por dos enormes ceibas. En la Tacuna se conversa, se dormita o se ventilan los problemas del poblado, cuya solución requiere siempre un acuerdo mayoritario adoptado por consenso. Como pasa con todo en esta vida, también hay alguna pega: las mujeres intervienen libremente en las deliberaciones, pero no pueden sentarse o echarse en la Tacuna; como mucho, en los bancos que recorren su perímetro.


Volar o sumergirse

Se baila como se vive, y cada danza define a quien la baila. Los malenke son un pueblo dinámico y alegre. Sus bailes retratan su carácter. Uno de ellos, seguramente el más genuino, pudimos disfrutarlo en la fiesta que nos dedicaron después de ver la semifinal RM-Atleti. Tres hombres tocan la percusión y un grupo de mujeres canta y baila en semicírculo frente a ellos. Cada medio minuto, salen del grupo dos bailarinas y se acercan a los músicos. Cuando están a medio metro, despliegan con el torso, los brazos y las piernas un vendaval de movimientos tan armoniosos como exuberantes. Ese despliegue de energía dura cinco segundos, suficientes para hacerte ver que las bailarinas se han transformado en una pareja de aves en pleno vuelo[1].

Sin embargo, la gente bassari muestra un carácter radicalmente distinto. En su día, fueron expulsados de su territorio, ahora parque natural, y luego dispersados en una serie de poblaciones bastante alejadas entre sí. En total, son unos pocos miles de personas que conservan las creencias animistas, en un país con ochenta por ciento de musulmanes y diez por ciento de católicos. Todo indica que los bassari tienen los días contados. Seguramente, son gente resignada desde hace siglos. Su baile también les define: una danza envolvente sin variación alguna en la que se avanza a pasitos muy cortos bajo la ronca melopea de dos hombres ataviados con motivos vegetales que les confieren un aspecto aterrador. En cierto modo, parece una variante contenida de la danza de los derviches turcos. Todos los participantes beben de continuo vino de palma hasta lograr ese punto de ensimismamiento que disuelve la realidad en la nada. 

Con los pies en el suelo

Correr en la sabana es otra cosa. Sin la protección del grupo ni del guía, sin la cómoda perspectiva de quien observa desde el asiento de un autobús refrigerado, echarse a correr a solas por las llanuras de Senegal, mientras empieza a caer la noche, le instala a uno de súbito en un espacio sobrecogedor. A lo lejos, un carro con un niño y su padre. Les saludas con el brazo y te devuelven el gesto. Un par de kilómetros más allá, cruzan el camino dos jóvenes vestidas de un azul resplandeciente con sendas cargas de leña sobre la cabeza. No levantan la vista del suelo: a saber quién es ese tubab [2] que corre sin motivo hacia ninguna parte. Sólo cuando ya están a salvo, al otro lado del camino, vuelven la vista para corroborar que el tubab es efectivamente un pirado inofensivo.

El sol se desploma sobre el horizonte en un pispás. Se levanta una leve brisa. Algarabía de niños jugando al balón en la arena, cerca de las chozas. Un pastor clavado sobre su bastón, ensimismado en sus asuntos. Tres chicas que corren hacia ti y que se paran a tu altura, preocupadas por saber adónde vas o si te has perdido. Grupos de gente que apuran sus tareas. Es casi de noche. Paras un momento a beber. Pasa un chico de unos veinte años, fumando. Os saludáis (Javier-Mamadou), le dices que vienes de Faoye y que retornas ya. Alargas un poco la conversación para recuperar el resuello. Él sospecha que quizá necesitas algo y te ofrece lo que tiene, concretamente un cigarrillo. Te quedas con ganas de aceptarlo, más que nada por dar continuidad a la ironía.

En lo alto, la luna alumbra los bordes del camino lo justo para que puedas desandar los ocho kilómetros que te separan del campamento. Apenas sientes la pisada sobre el suelo. Estás flotando.

Simplemente Visi

No quisiera uno herir susceptibilidades eligiendo a uno solo de los viajeros para intentar una síntesis de lo mejor del grupo, porque voy a tener un recuerdo inmejorable de cada quien, eso seguro. Y entre todos, yo creo que Visi nos representa bien.

Por varias razones: Visi es persona entrañable, directa, transparente. Visi se mueve en sintonía con los astros, de modo que te la puedes encontrar haciendo yoga a la orilla del río Gambia antes de que empiece a despuntar el alba. A todos nos gusta que haya niños alrededor, pero nadie podría imaginar a Visi si no es cargando permanentemente con uno, dos o tres rapaces que la miran alucinados. Quien más quien menos se atrevió a participar en alguno de los bailes a los que fuimos invitados, pero no sé yo si alguien que no sea Visi se ha sumergido encantado en todos ellos. La presencia de niños enfermos conmueve a cualquiera, pero no todos tenemos a mano un colirio para los ojos de ese niño, una toallita húmeda para limpiar una herida, el último caramelo cuando ya hemos agotado todo el arsenal de golosinas. Visi sí.

El único problema con Visi es que se le olvida que estamos de viaje y hay que desplazarse de un lugar a otro. Ella se iría quedando por ahí sin darse ni cuenta de que ya todos nos hemos marchado. Ocurrió incluso en Anyel, el último rincón de la Tierra. Ya no quedaba nadie en el poblado, tras la breve visita; todo el mundo iba bajando del monte por aquel camino de piedras que solo las cabras se atreven a transitar. De repente nos dimos cuenta de que faltaba Visi, y regresamos por ella. Allí seguía, departiendo alegremente con el mujerío (a saber en qué idioma), cargada de niños y absolutamente feliz. ¡Bendita seas!



Fútbol en la aldea (global)

Una semifinal RM-Atleti no es cualquier cosa. Esa misma semifinal vista bajo la luna, a cuarenta y dos grados, en el pequeño espacio que circundan las cinco chozas de una familia en el poblado de Badián, es un privilegio. En el recinto, de unos treinta metros cuadrados, se agolpan unos cincuenta aficionados. Llegamos hacia el minuto treinta de la primera parte, y de la nada salen media docena de sillas para los tubabs. El televisor está conectado a la batería de una moto. Estamos casi a oscuras. El resplandor que difunde la pantalla es la única luz perceptible en el poblado, al margen de la luna. Todos los presentes conocen al dedillo las alineaciones, tácticas y posibilidades de ambos equipos y, aunque la mayoría son culés, no ocultan una enorme simpatía por C7, para ellos simplemente “Cris”. Como han llegado los españoles, nadie se atreve a levantar la voz, pero la polémica acerca del penalti no pitado (que fue, diga Ángel lo que quiera, jeje) empieza a calentar los ánimos. Todo discurre en medio de un calor sofocante, pero eso es lo de menos cuando nos asiste la pasión.
Y bueno, luego pasó lo que pasó.
Pero el marabú de Tafa asegura que habrá remontada.


El último refugio

Hace ya varios siglos, huyendo de la islamización obligatoria al sur de Mali, los bédik buscaron un refugio seguro en las montañas que delimitan las fronteras de Guinea, Senegal y Mali. Salvo estas cumbres, de unos quinientos metros, todo Senegal es una inmensa  planicie.

Los bédik ocupan media docena de aldeas a las que solo se puede acceder trepando entre las rocas. Allí no llegan carros ni motos; solo las cabras y los humanos pueden subir a esos poblados, sin escuela ni servicios sanitarios de ningún tipo. La economía, basada en la caza, la cría de cabras y la recolección, se mantiene anclada en el Neolítico. Su lengua nada tiene que ver con el resto de hablas de Senegal. El Estado no les reconoce identidad alguna ni les incluye en el censo. Pero ellos están orgullosos de su identidad, y la defienden lo mejor que pueden.

Sin embargo, las necesidades son abrumadoras, y no faltan organizaciones que intentan cubrirlas sin dañar sus principios. Campamentos Solidarios ha becado a un chico que estudia en la universidad de Dakar (un hito entre los bédik) y desde hace unos años promueve actividades de comercio justo en las aldeas, esencialmente la elaboración y venta de abalorios, lo que les proporciona un poco de dinero con el que comprar lo imprescindible en alguno de los pueblos peules que habitan la falda de la montaña.

A las aldeas bédik no sube nadie en todo el año, salvo un par de grupos de turistas que viajan con Campamentos Solidarios y compran allí las pulseras y collares que fabrican las mujeres. No tiene sentido hacer alarde de ello, pero asistir en directo a la vida tal y como era hace seis mil años supone un fogonazo que difícilmente se podrá olvidar.

Hay en Anyel una pobreza profunda, es cierto; pero también pudimos comprobar que esa pobreza no implica desánimo, renuncia o abandono. Por el contrario, lo que vimos fue gente que sabe sobrevivir con lo mínimo sin perder la dignidad.

Las dos fotos de abajo lo dicen a las claras: una mujer y sus hijas (que pueden ser tan felices o más que tú y yo) posan delante de su cabaña, con todo el ajuar de la familia a la vista. 
Y ahora puedes plantearte la pregunta definitiva…



Lo que importa

Hay muchas formas de viajar, y supongo que todas son interesantes. Hay quien disfruta viendo monumentos en medio de una vorágine de turistas con quienes hay que disputarse cada centímetro de terreno. Hay quien se conforma con cruzar fronteras sin necesidad de mirar a los ojos a la gente con la que se cruza. Hay quien tiene muy claro que cuando viaja está de paso y nada ni nadie le va a margar las vacaciones con problemas que uno no puede solucionar.

Está bien, todos lo hemos hecho en más de una ocasión, y a fin de cuentas viajamos para disfrutar. Nada que objetar, por tanto. Pero también se puede viajar de una manera mucho más intensa: en esta semana larga, salvo en el mercado de Mbour y en la isla de Goré, no hemos visto, que yo sepa, un solo turista. Miento: en el campamento de Wassadu había un japonés que nos miró con cierta indiferencia (por no decir con absoluta tirria) cuando llegamos a aquel paraíso.

Y es que el circuito de Campamentos Solidarios ofrece otra fórmula: inmersión total, evitando (obviamente) los problemas de salud que todos conocemos. Pero salvo eso, viajar con CS es instalarse de repente en otro mundo, por la sencilla razón de que uno llega a Badián, a Faoye, y se siente en casa, compartiendo las pequeñas cosas del día a día con la gente de allí, sin que todo eso suponga renunciar a maravillas turísticas como la reserva natural del Niokolo-Koba, la llegada de los pescadores al puerto de Mbour, el baño revitalizante en la sobrecogedora catarata de Dindifello, el avistamiento de hipopótamos en un viaje en barca por el río Gambia o (qué remedio) la compra regalos en la isla de Goré, de cuyo puerto salieron para América más de veinte millones de esclavos.

Intentaré explicar ese matiz diferencial con un ejemplo.

Era el penúltimo día de nuestro viaje. Por la tarde habíamos visitado el poblado de Faoye. Álvaro nos presentó al jefe, que nos enseñó su casa y nos anunció que estaban en vísperas de una boda. Contraviniendo las normas, nos invitaron a la fiesta que celebran las amigas de la novia el día anterior a la ceremonia, todo un espectáculo exclusivo que no estaba en el programa. A la vuelta, cenamos en el comedor del campamento, a orillas de un inmenso lago puesto allí por los dioses para disfrute exclusivo de nosotros y de los diez o doce jóvenes y niños que se acercan desde el poblado para dar una vuelta y hablar con los tubabs.

A punto de acabar la cena, aparecen dos mujeres, vestidas primorosamente y acompañadas por dos niños. Tienen un problema: la trilladora se ha averiado y hay que repararla. Conviene saber que con esa trilladora se descascarilla todo el cereal de los poblados vecinos, una tarea que hasta hace unos años se hacía a mano. Campamentos Solidarios buscó y encontró en su día los seis mil euros necesarios para adquirirla. Pero la compra no fue una ocurrencia de CS sino un proyecto de la asociación de mujeres de Faoye, que desde el inicio son quienes gestionan esa pequeña industria, porque industria se puede llamar.

A pesar de algún que otro incidente inicial (los varones tardaron años en aceptar que fueran las mujeres quienes tomaran la iniciativa), el proyecto goza de muy buena salud. Y lo hace con todo el rigor exigible a una industria con visión de futuro: estas mujeres, analfabetas hasta hace nada, envían por correo electrónico un informe men- sual a CS para dar cuenta de la gestión del negocio. CS no obtiene un duro de sus proyectos (al contrario, claro) ni se encarga del día a día (es la gente de allí la que tiene que manejar sus asuntos), pero exige garantías de que las cosas se están haciendo bien, ya sea la alimentación de ochocientos niños en los colegios vecinos, el mantenimiento de los doce pozos de agua cuya instalación sufragaron en su momento o el internado para chicas de Secundaria en el País Dogón, ya en Mali, donde las mujeres lo tienen bastante difícil.

A lo que vamos: el motor de la trilladora está estropeado y urge la reparación. Álvaro atiende a las dos mujeres y negocia una solución: la trilladora es cosa suya, tienen que resolver el asunto ellas solas. El problema es que no tienen  dinero, porque el motor está inservible y hay que sustituirlo por uno nuevo, lo que supone trescientos euros, un dineral. Silencio. A todo esto, los turistas, con los ojos como platos, asistimos atónitos a la negociación. Álvaro conoce bien a estas mujeres, y confía en ellas, porque han dado numerosas muestras de responsabilidad a lo largo de los años. La confianza es mutua: ellas también saben que CS no busca beneficio alguno. Por algún lado tendrá que venir la solución, entonces. Y Álvaro se la juega:
-Vamos a ver, ¿vosotras tenéis algún ahorro?
Las mujeres asienten: casi cien mil cefas (unos ciento cincuenta euros).
-Pues entonces, nosotros (CS) ponemos la otra mitad –responde el Planchuelo, como le llama Tafa, que es un cachondo-.  Eso sí, nos tenéis que enviar un correo con el presupuesto y luego una factura en condiciones.

Las mujeres aceptan la propuesta y se despiden. Todo ha transcurrido en menos de cinco minutos, cinco minutos que suponen el no o el sí para cientos de mujeres que luchan por enterrar las numerosas tareas esclavizantes que aún perviven (no hablo ya de moler el mijo, para qué) y acceder por derecho propio al siglo XXI.

Pues bien, asistir en directo a momentos como este (y podría enumerar una docena de casos similares) solo es posible si viajas de una determinada manera. De la manera que a uno le gusta viajar: compartiendo emociones con gente que viaja para compartir emociones con otras gentes que no pueden viajar, pero que son capaces de arrebatarte el corazón con una sola mirada.



                                                                                                  
                                                                Javier Bermejo


Notas a pie de página
[1] Uno de nuestros paisanos, Fernando (para todos “Fernando Malenke”), llevado por el entusiasmo, alargó el desenfreno hasta casi un minuto. Dos pobladores se acercaron a rescatarlo del trance antes de que le diera un chungo. La ovación que se llevó fue de órdago a la grande.

[2] Hombre blanco, cuya imagen sigue asociada aún en cierto modo a la figura del cazador de esclavos.

Algún enlace de interés  sobre Campamentos Solidarios

Algunas fotos del viaje

La canción-fetiche que nos acompañó durante el viaje: FATOU YO
   
Fatou yo si yayalano / fatou yo si yayalano (x2)
fatou faye faye fatou fatou klema n'dio
fatou yo si yayalano
fatou yo si yayalano (x4)
fatou faye faye fatou fatou klema n'dio / fatou yo si yayalano
 butu mbélé butu mbélé, butu mbélé (x3)
 o mami séra o mami kas / butu mbélé (x2)
 Jia cana canfa bulo di
 fayé jowola so'iayé
 so'ia so'ia ina gambia
 coco inako
 son yango coco inako
 son yango
 coco inako /  son yango coco inako  /  son yango
 fatou yo si yayalano (x4)
fatou faye faye fatou fatou klema n'dio / fatou yo si yayalano (x2)


















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