miércoles, 7 de diciembre de 2016

Bajo una farola: otro maratón de mi hermano Javi





Y otro maratón más de Javi, mi hermano, esta vez en Donosti. Enhorabuena, y adelante.
Aquí traigo su relato, escrito, como siempre, en la misma fecha de la carrera.


"Conviene aclarar a los profanos que, durante los minutos de espera que preceden a la salida de una prueba, los corredores de fondo acostumbran a protegerse del frío con alguna camiseta vieja que luego tiran por las aceras al cabo de unos kilómetros, cuando ya el cuerpo está entonado.

Hice mal en tirar mi camiseta roja en el k7. Una prenda como aquella, que me había  aguantado durante más de treinta años sin decir ni mu, sin exigir nada a cambio de su confortable tacto, no merecía acabar como un trapo cualquiera a los pies de una farola en la ciudad de Donosita, ayer día 27, fecha en que se corría el trigésimo noveno maratón de la ciudad. Por muy vieja y deshilachada que estuviera, esa pobre camiseta no merecía un final así.

Todo este discurso culposo me fue rondando ayer domingo durante los ciento y pico minutos transcurridos entre los dos pasos previstos por el puente de santa Catalina, nombre bajo cuya advocación se han consagrado virtuosas jóvenes en ciudades tales como Alejandría, Bolonia, Génova o Siena, eso sin contar con santa Catalina de Ricci (noble familia florentina) o santa Catalina Labouré, cuyo nombre parece más propio de paso de ballet que de una santa. A saber a cuál de ellas está dedicado el puente donostiarra.

Pero vayamos a lo que nos ocupa. La carrera pasaba por dicho puente en el k7. La pobre camiseta (un guiñapo, después de tres décadas, no te vayas a creer) se quedó allí, hecha un gurruño, abandonada a su suerte por quien había gozado de su acogedora protección durante más de media vida. Y ese crimen, ese magnicidio, se me fue clavando en el corazón desde el momento mismo en que se produjo la fechoría. Y el corazón, que no es de piedra, se vio sometido a un desgaste tal que allá por el k14, el pobre, se despendoló. Tanto que hubo que parar más de un minuto para intentar calmarlo, con la firme promesa de rescatar la camiseta del bendito suelo, en el caso de que siguiera allí en el k28, al segundo paso por santa Catalina. Mientras, la zozobra, el come-come, la incertidumbre toda, el corazón en vilo, como cuando éramos niños (anda que si ahora se mueren tus padres, te decías, y ya no les ves nunca más, cosas así), y todo por la tontería de tirar lo que no se debe.

Qué mal lo pasé ayer entre el k7 y el 28. Sufrí como nunca antes en ninguna otra carrera. No te digo más que estuve a punto de jurarme que sería mi último maratón, tal era el castigo ejercido no solo sobre los músculos sino, sobre todo, sobre/contra las entretelas del espíritu. Así que, tras culminar el paseo que bordea el río frente a la Tabacalera, cuando volvimos al dichoso puente y la vi de nuevo, ¡sí!, allí mismo, tan solita, ignorada por el público que aplaudía y vitoreaba a los corredores (¡Oso ondo!), una lágrima bastante furtiva brotó de mis ojos. Pero mi corazón, ya terciopelo ajado, ignorando el pesar o pesadumbre que lo había puesto en el k14 a tropecientas pulsaciones, hizo como quien no ve ni siente, y pasé de largo.

Cruzamos luego el barrio de Gros (¡esta vez sin txalaparta!, ¡toda la música envasada!), subimos por el Boulevard, me acompañó Daniel por el tramo más duro, esa zona desangelada que coincide con los kilómetros donde sucumben tantos corredores, agradecimos los ánimos que nos daba desde la acera una viejecita con una campanilla de dulces armonías, volví a la soledad a la altura del k39, giramos desde san Martín a Easo (el verdadero pórtico de la gloria de este maratón del que tanto renegué ayer durante tantos minutos) y percibí a lo lejos a una corredora africana alta como una torre con la que me había cruzado en los túneles y que luego se quedó clavada en el k40…

Fargo es una película maravillosa por varias razones, como lo es santa Catalina por otras no tan distintas. No vamos a desmenuzar ahora estas figuras de la imaginación, tiempo habrá otro día. Pero todo el mundo recordará al descerebrado de marras, rubio platino de bote, dispuesto a terminar por las bravas aquel asunto del autosecuestro.

Un maratón da mucho de sí. La culpa por lo que uno hizo mal o no supo hacer (camiseta), la duda, la incertidumbre permanente (qué ritmo, cuándo bebo, de dónde era santa Catalina), los vaivenes emocionales provocados por el sufrimiento y la euforia (corazón desatado, corazón en calma), todo ello son circunstancias que acaban sometiendo al corredor a una presión tal que lo predisponen al caos mental, en cuyas fauces fenece quiéralo o no antes de cruzar la meta. 

Pues resulta que la africana (luego vi que se llamaba Pamela-Lulú, ¡santa Catalina nos asista!) se rehízo y me volvió a pasar, una herida que terminó abriendo heridas previas por lo mal que había planteado mi carrera, de más a menos, un error imperdonable a estas alturas.

En un instante ocurrió todo. Pasado el k41, apareció el monstruo en la acera. No era rubio de pega, pero enarbolaba una feroz motosierra a la vez que pasaba de la acera a la calzada y se venía decidido contra nosotros. No era el tío del mazo, que anida en el k34, ni ningún otro enemigo habitual. Era la bestia de la motosierra en persona. De repente vi volar brazos mutilados (“más allá de Orión”), piernas desgarradas con sus zapatillas de marca, cabezas descuajadas de los hombros con la mirada perdida (¡y tanto!), almas en pena pululando ya más cerca del otro mundo que de este…

No recuerdo más. Luego supe que habían dicho mi nombre por la megafonía oficial cuando entraba en meta, junto con un mensaje de ánimo de parte de Gloria, que estaba tras la valla esperando mi llegada. Pero yo ya no era yo, era una triste sombra huyendo de un rubio asesino en camiseta."


 

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