miércoles, 9 de septiembre de 2015

La feria de san Miguel



De mi relato Robles Amarillos, aquí traigo el capítulo doce, en el que se describe cómo era la feria de san Miguel en mi pueblo, Puerto Castilla, al que yo llamo Aravalle en mis escritos. 

Cuando el otoño estaba ya a punto de llegar, las vacas y los terneros bajaban de la sierra de Robles Amarillos, donde habían estado todo el verano, y durante unos días permanecían en los prados hasta que llegaba el día de san Miguel, el 29 de septiembre. Ese día, de buena mañana, eran conducidos a la explanada del río Aravalle, junto al ventorro Zamarro, y allí se celebraba la feria. Al caer la tarde, vacas y terneros eran separados para siempre: unas al pueblo o  a las dehesas de Extremadura; los otros, al sacrificio, a las mesas de los que pudieran pagar la mejor carne avileña. 

Y todos los vendedores celebraban la venta: suponía poder seguir viviendo…o sobreviviendo. Pero muy pocos de los degustadores de aquella carne supo nada acerca de la hierba de Robles Amarillos, del olor del romero y el cantueso, del tomillo y de la mancha de nieve perpetua de la sierra, de aquel verano que era toda la vida de aquellos animalitos tiernos y bellos. Y ninguno olería jamás a la vaca Jardinera, limpia e impecablemente negra, ni sentiría el dolor desazonado cuando bramaba su ternera a las cinco de la tarde cuando las separaban. No, ellos nunca han sabido nada de todo eso: solo el saboreo de filetes y jamones criados por quienes nunca podían probarlo, pues eran lujos imposibles para su bolsillo. 

Quienes sí sabíamos de todo aquello éramos los niños, que desde que bajaban de la sierra hasta que llegaba san Miguel nos hacíamos amigos de aquellos tiernos animales. Pero en seguida nos olvidábamos de todo; otras vacas y chotos, y los terneros no vendidos en la feria, seguían en la cuadra y había que atenderlos.Y poco a poco nos hacíamos mayores a nuestra manera al contemplar in situ la desigualdad entre los hombres y la injusticia como sistema. Todavía no habíamos oído hablar de la revolución francesa, ni de la revolución soviética, de sus enormes logros y de sus profundos errores. Y menos aún de la guerra, de esa guerra de la que hablaban los mayores como con misterio y con miedo.


 


LA FERIA DE SAN MIGUEL

Todos los años, cuando el verano iba acabándose y los primeros vientos húmedos anunciaban el cambio de estación, la comarca del Aravalle se preparaba para la cita en el ventorro Zamarro: era la feria de san Miguel.

En una  llanada extensa, a ambos lados de la carretera, iban situándose los hombres con sus ganados, siguiendo una antigua costumbre. En la parte más fresca, entre la carretera y el río, se aposentaban los que llevaban vacas, chotos y terneros, y en la más alta, una zona árida y pedregosa, se establecían los que criaban caballos, burros, ovejas y cabras. En un repecho escarpado estacionaban los camiones, en los que a lo largo de la tarde se irían cargando todas las reses compradas en la feria.  Era aquél un día de protocolo estricto, aprendido año tras año. Ganados y personas madrugaban para reservarse los mejores sitios; gritos y silbidos, ahijadas y porras, vestimenta y sombreros singularizaban a cada cuadrilla de ganaderos, que levantaban una muralla invisible  para separar a sus animales de los demás. Ninguna res osaba traspasar dicha muralla, salvo que algún choto se pusiera verriondo  o alguna novilla nerviosa se desbocara.  
                                                                                                                                     
Cuando toda la explanada estaba ya dispuesta para la feria, empezaban a deambular por ella los compradores, que se daban a conocer por sus ademanes decididos, sus blusones negros y sus voces recias, acostumbradas a mandar a golpe de billetes de banco. Unos, con la petulancia del sabihondo y la soberbia del poderoso, y otros, con la sabiduría de la experiencia y la discreción de la inteligencia, se acercaban al choto cebado con esmero, lo miraban, lo remiraban, le daban un golpecillo en el lomo, le tiraban del lacrimal para ver la reacción del ojo y decían con sequedad y desgana:
-¿Quién vende éste?
El dueño, remolón, dejaba de hablar con los de su cuadrilla, se acercaba con estudiada lentitud, se apoyaba en la porra y, mirando al comprador con cierto desafío, decía:
-Aquí hay quien da cuenta de ese choto.
-¿Cuánto vale?
-Cuarenta y cinco mil reales.
-Quia, por él no te dan ni treinta y cinco.
Era el primer tanteo. Luego iba el del blusón a otra cuadrilla y repetía la misma representación, e igual que él hacían más de una docena de compradores.

A media mañana se sacaba el almuerzo de las alforjas, pues el día iba a ser largo y cansado y había que reponer fuerzas. También a los animales se les daba de comer y de beber, más para entretenerlos que por necesidad, pues de buena mañana habían tomado su ración para todo el día. Si en las horas tempranas olía a hierba virgen, a agua fresca y a hojas de aliso caídas en la ribera del Aravalle, a media mañana flotaba sobre el gentío un aroma peculiar, en el que se fundían el olor intenso del tomillo y el romero recién pisados y las vaharadas que despedían las deyecciones de tanto animal junto. Era el mejor momento para observar el colorido de la feria, tan igual a sí misma, tan fiel a la distribución por zonas, reconocibles sus gentes por la forma de vestir y el deje de su terruño, el tipo de sombrero y los colores de las alforjas, agrupadas por pueblos para no sentirse perdidas en aquella llanada que  a mí me parecía inmensa.

Los hombres del blusón volvían a hacer otra ronda; una vez echada la cuenta de lo que había en la feria, y de lo que les podía interesar, se esforzaban en no dejarse arrebatar lo que deseaban, pero sin mostrar excesivo interés ante los dueños de las reses seleccionadas por su astucia. Era el momento de entrar en el trato.
-Te doy treinta y siete mil reales.
-Por treinta y siete el choto vuelve al pueblo con su amo y se queda para arar si hace falta.
Entonces hacían su aparición los mediadores, gente conocida por unos y por otros y que parecían ser neutrales de verdad, pues les animaba más su vena teatral que cualquier favor oculto. Agarraban del brazo al comprador y al vendedor, y éstos, de lado y sin mirarse, hacían mohínes de rechazo pero el mediador les hacía cogerse la mano derecha para sellar el trato, aceptando el ritual antiguo del valor de la palabra dada.
-Ni treinta y siete, ni cuarenta y cinco, echadlo al medio, dale cuarenta y un mil reales y no se hable más.
-Está bien, pero no vale ni treinta y ocho- decía el comprador.
-A tiempo se está de dejarlo- defendía su orgullo el ganadero.
-Bueno, comprado está. A las cinco en el camión.
            
La hora de la comida marcaba un descanso en la feria. Llegaban mujeres y niños desde los pueblos cercanos, cargados con cestas de mimbre, en las que perolas y merenderas acercaban a los hombres los sabores de un día de fiesta en la cocina de cada casa. Una riada de muchachos iban al ventorro para que les llenasen las botas de vino; cuando volvían, se comía pausadamente y por turnos, pues había que cuidar del ganado. Un rato de tranquilidad llegaba después para los más madrugadores, que echaban una cabezadita aprovechando que había más ojos para vigilar a los animales, acostumbrados, por lo demás, al trajín de la feria e indolentemente tumbados mientras rumiaban.
         
A media tarde toda la feria bullía de nuevo. Se hacían los últimos tratos y era el momento de acercar los animales vendidos a los camiones de los hombres del blusón. Era un rato  en que la tristeza y el nerviosismo aparecían de la mano, tiñendo la feria de bramidos y de voces, de carreras y de silbidos. Los terneros se resistían a ser introducidos en las cajas de los camiones y tropezaban torpemente, mientras sus madres bramaban, primero con rabia y luego con melancolía. A aquel fragor vacuno de despedidas y de protestas, se unía el relincho de los potrillos, el balido de los corderos y el rebuzno de algunos burritos, y por un momento todo aquel paraje era un lamento colectivo, un himno triste de vencidos que no querían someterse, una protesta de ayes sin remedio a la que se unían las lágrimas de algunos niños y mayores que- ¡cómo no!- eran tachados de sentimentales.
         
Cuando los camiones estaban repletos de animales, desconocidos entre sí y ayunos de su propia suerte, los hombres  de los blusones negros sacaban de unas carteras repletas de billetes, los que iban necesitando para pagar  a cada ganadero según lo acordado en el trato. Eran instantes de atención y silencio; nadie decía nada salvo el del blusón, que auxiliado por dos ayudantes, contaba en alto los billetes y se los daba al dueño de cada animal, mientras los demás callaban y miraban. Era el silencio reverencial al dinero y a quienes lo tenían en abundancia, pero también al acto de pagar y cumplir con lo acordado.
         
Terminado el trato, había que retornar a los pueblos con los animales que no habían sido vendidos. Era un momento de dispersión: los hombres se ponían de acuerdo para irse unos con el ganado y quedarse otros en el ventorro; las mujeres llevaban en sus brazos las cestas de la comida y se acercaban a los puestecillos del dulcero y del heladero; los niños corrían por entre los grupos y pedían  a las madres dinero para golosinas; los viejos y los jóvenes se iban desplazando lentamente hacia la explanada ancha junto al ventorro, donde largos mostradores de madera ofrecían vinos, ponches y largueros con chorizos y morcillas recién asados.
         
Cuando ya todo el gentío estaba de fiesta, y las botas de vino corrían de mano en mano, se iba creando tal expectación que sólo se colmaba cuando salía al balcón tío Corona  y empezaba a tocar la jota con la dulzaina y el tamboril. Todos rompían en un cerrado aplauso, y después cada hombre cogía de la mano a su mujer y bailaban en la improvisada pista, mientras los mozos buscaban pareja, los muchachos jugaban al tiqueté y los viejos miraban con melancolía, diciéndose unos a otros que para ferias las de su tiempo.
            
Al llegar al descanso, comenzaban a despedirse las familias, deseándose buena suerte y apalabrando visitas para más adelante. Los mozos y las mozas prolongaban la fiesta hasta bien entrada la noche y, cuando a la luz de la luna caminaban hacia sus pueblos, se cortejaban y se hacían arrumacos, y luego entonaban canciones de fiesta y de ronda aprendidas de sus mayores.
         
A la mañana siguiente aún olería a tomillo y a romero en la llanada, pero la melancolía no podría recrear aquel sueño junto al ventorro Zamarro. Habría que esperar de nuevo a que otro verano fuera acabándose, y otros vientos húmedos anunciaran el cambio de estación. Y volverían, por san Miguel, los bramidos y el trato, la dulzaina y la fiesta, y la feria seguiría siendo siempre igual pero  cambiando siempre.


No hay comentarios:

Publicar un comentario