De mi relato Robles Amarillos, aquí
traigo el capítulo doce, en el que se describe cómo era la feria de san Miguel
en mi pueblo, Puerto Castilla, al que yo llamo Aravalle en mis escritos.
Cuando el otoño estaba ya a punto de llegar, las vacas y los terneros bajaban de la sierra de Robles
Amarillos, donde habían estado todo el verano, y durante unos días permanecían en los prados hasta que llegaba el día de san Miguel, el 29 de septiembre. Ese día, de buena mañana, eran conducidos a la explanada del río Aravalle, junto al ventorro Zamarro, y allí se celebraba la feria. Al caer la tarde, vacas y terneros eran separados para siempre: unas al pueblo o a las dehesas de Extremadura; los otros, al
sacrificio, a las mesas de los que pudieran pagar la mejor carne avileña.
Y
todos los vendedores celebraban la venta: suponía poder seguir viviendo…o
sobreviviendo. Pero muy pocos de los degustadores de
aquella carne supo nada acerca de la hierba de Robles Amarillos, del olor del
romero y el cantueso, del tomillo y de la mancha de nieve perpetua de la sierra, de aquel
verano que era toda la vida de aquellos animalitos tiernos y bellos. Y ninguno
olería jamás a la vaca Jardinera, limpia e impecablemente negra, ni sentiría el
dolor desazonado cuando bramaba su ternera a las cinco de la tarde cuando las
separaban. No, ellos nunca han sabido nada de todo eso: solo el saboreo de
filetes y jamones criados por quienes nunca podían probarlo, pues eran lujos imposibles para su bolsillo.
Quienes sí sabíamos de todo aquello éramos los
niños, que desde que bajaban de la sierra hasta que llegaba san Miguel nos
hacíamos amigos de aquellos tiernos animales. Pero en seguida nos olvidábamos
de todo; otras vacas y chotos, y los terneros no vendidos en la feria, seguían en la cuadra y había
que atenderlos.Y poco a poco nos hacíamos mayores a nuestra manera al contemplar in
situ la desigualdad entre los hombres y la injusticia como sistema. Todavía no
habíamos oído hablar de la revolución francesa, ni de la revolución soviética,
de sus enormes logros y de sus profundos errores. Y menos aún de la guerra, de esa
guerra de la que hablaban los mayores como con misterio y con miedo.
Todos los años, cuando el verano iba acabándose y
los primeros vientos húmedos anunciaban el cambio de estación, la comarca del
Aravalle se preparaba para la cita en el ventorro Zamarro: era la feria de san
Miguel.
En una llanada extensa, a ambos lados de
la carretera, iban situándose los hombres con sus ganados, siguiendo una
antigua costumbre. En la parte más fresca, entre la carretera y el río, se
aposentaban los que llevaban vacas, chotos y terneros, y en la más alta, una
zona árida y pedregosa, se establecían los que criaban caballos, burros, ovejas
y cabras. En un repecho escarpado estacionaban los camiones, en los que a lo
largo de la tarde se irían cargando todas las reses compradas en la
feria. Era aquél un día de protocolo estricto, aprendido año tras
año. Ganados y personas madrugaban para reservarse los mejores sitios; gritos y
silbidos, ahijadas y porras, vestimenta y sombreros singularizaban a cada
cuadrilla de ganaderos, que levantaban una muralla invisible para
separar a sus animales de los demás. Ninguna res osaba traspasar dicha muralla,
salvo que algún choto se pusiera verriondo o alguna novilla nerviosa
se desbocara.
Cuando toda la explanada estaba ya dispuesta para la
feria, empezaban a deambular por ella los compradores, que se daban a conocer
por sus ademanes decididos, sus blusones negros y sus voces recias,
acostumbradas a mandar a golpe de billetes de banco. Unos, con la petulancia
del sabihondo y la soberbia del poderoso, y otros, con la sabiduría de la
experiencia y la discreción de la inteligencia, se acercaban al choto cebado
con esmero, lo miraban, lo remiraban, le daban un golpecillo en el lomo, le
tiraban del lacrimal para ver la reacción del ojo y decían con sequedad y
desgana:
El dueño, remolón, dejaba de hablar con los de su
cuadrilla, se acercaba con estudiada lentitud, se apoyaba en la porra y,
mirando al comprador con cierto desafío, decía:
-Aquí hay quien da cuenta de ese choto.
-Cuarenta y cinco mil reales.
-Quia, por él no te dan ni treinta y cinco.
Era el primer tanteo. Luego iba el del blusón a otra
cuadrilla y repetía la misma representación, e igual que él hacían más de una
docena de compradores.
A media mañana se sacaba el almuerzo de las
alforjas, pues el día iba a ser largo y cansado y había que reponer fuerzas.
También a los animales se les daba de comer y de beber, más para entretenerlos
que por necesidad, pues de buena mañana habían tomado su ración para todo el
día. Si en las horas tempranas olía a hierba virgen, a agua fresca y a hojas de
aliso caídas en la ribera del Aravalle, a media mañana flotaba sobre el gentío
un aroma peculiar, en el que se fundían el olor intenso del tomillo y el romero
recién pisados y las vaharadas que despedían las deyecciones de tanto animal
junto. Era el mejor momento para observar el colorido de la feria, tan igual a
sí misma, tan fiel a la distribución por zonas, reconocibles sus gentes por la
forma de vestir y el deje de su terruño, el tipo de sombrero y los colores de
las alforjas, agrupadas por pueblos para no sentirse perdidas en aquella
llanada que a mí me parecía inmensa.
Los hombres del blusón volvían a hacer otra ronda;
una vez echada la cuenta de lo que había en la feria, y de lo que les podía
interesar, se esforzaban en no dejarse arrebatar lo que deseaban, pero sin
mostrar excesivo interés ante los dueños de las reses seleccionadas por su
astucia. Era el momento de entrar en el trato.
-Te doy treinta y siete mil reales.
-Por treinta y siete el choto vuelve al pueblo con
su amo y se queda para arar si hace falta.
Entonces hacían su aparición los mediadores, gente
conocida por unos y por otros y que parecían ser neutrales de verdad, pues les
animaba más su vena teatral que cualquier favor oculto. Agarraban del brazo al
comprador y al vendedor, y éstos, de lado y sin mirarse, hacían mohínes de
rechazo pero el mediador les hacía cogerse la mano derecha para sellar el
trato, aceptando el ritual antiguo del valor de la palabra dada.
-Ni treinta y siete, ni cuarenta y cinco, echadlo al
medio, dale cuarenta y un mil reales y no se hable más.
-Está bien, pero no vale ni treinta y ocho- decía el
comprador.
-A tiempo se está de dejarlo- defendía su orgullo el
ganadero.
-Bueno, comprado está. A las cinco en el camión.
La hora de la comida marcaba un descanso en la
feria. Llegaban mujeres y niños desde los pueblos cercanos, cargados con cestas
de mimbre, en las que perolas y merenderas acercaban a los hombres los sabores
de un día de fiesta en la cocina de cada casa. Una riada de muchachos iban al
ventorro para que les llenasen las botas de vino; cuando volvían, se comía
pausadamente y por turnos, pues había que cuidar del ganado. Un rato de
tranquilidad llegaba después para los más madrugadores, que echaban una
cabezadita aprovechando que había más ojos para vigilar a los animales, acostumbrados,
por lo demás, al trajín de la feria e indolentemente tumbados mientras
rumiaban.
A media tarde toda la feria bullía de nuevo. Se
hacían los últimos tratos y era el momento de acercar los animales vendidos a
los camiones de los hombres del blusón. Era un rato en que la
tristeza y el nerviosismo aparecían de la mano, tiñendo la feria de bramidos y
de voces, de carreras y de silbidos. Los terneros se resistían a ser
introducidos en las cajas de los camiones y tropezaban torpemente, mientras sus
madres bramaban, primero con rabia y luego con melancolía. A aquel fragor
vacuno de despedidas y de protestas, se unía el relincho de los potrillos, el
balido de los corderos y el rebuzno de algunos burritos, y por un momento todo
aquel paraje era un lamento colectivo, un himno triste de vencidos que no
querían someterse, una protesta de ayes sin remedio a la que se unían las
lágrimas de algunos niños y mayores que- ¡cómo no!- eran tachados de
sentimentales.
Cuando los camiones estaban repletos de animales,
desconocidos entre sí y ayunos de su propia suerte, los hombres de
los blusones negros sacaban de unas carteras repletas de billetes, los que iban
necesitando para pagar a cada ganadero según lo acordado en el
trato. Eran instantes de atención y silencio; nadie decía nada salvo el del
blusón, que auxiliado por dos ayudantes, contaba en alto los billetes y se los
daba al dueño de cada animal, mientras los demás callaban y miraban. Era el
silencio reverencial al dinero y a quienes lo tenían en abundancia, pero
también al acto de pagar y cumplir con lo acordado.
Terminado el trato, había que retornar a los pueblos
con los animales que no habían sido vendidos. Era un momento de dispersión: los
hombres se ponían de acuerdo para irse unos con el ganado y quedarse otros en
el ventorro; las mujeres llevaban en sus brazos las cestas de la comida y se
acercaban a los puestecillos del dulcero y del heladero; los niños corrían por
entre los grupos y pedían a las madres dinero para golosinas; los
viejos y los jóvenes se iban desplazando lentamente hacia la explanada ancha
junto al ventorro, donde largos mostradores de madera ofrecían vinos, ponches y
largueros con chorizos y morcillas recién asados.
Cuando ya todo el gentío estaba de fiesta, y las
botas de vino corrían de mano en mano, se iba creando tal expectación que sólo
se colmaba cuando salía al balcón tío Corona y empezaba a tocar la
jota con la dulzaina y el tamboril. Todos rompían en un cerrado aplauso, y
después cada hombre cogía de la mano a su mujer y bailaban en la improvisada
pista, mientras los mozos buscaban pareja, los muchachos jugaban al tiqueté y
los viejos miraban con melancolía, diciéndose unos a otros que para ferias las
de su tiempo.
Al llegar al descanso, comenzaban a despedirse las
familias, deseándose buena suerte y apalabrando visitas para más adelante. Los
mozos y las mozas prolongaban la fiesta hasta bien entrada la noche y, cuando a
la luz de la luna caminaban hacia sus pueblos, se cortejaban y se hacían
arrumacos, y luego entonaban canciones de fiesta y de ronda aprendidas de sus
mayores.
A la mañana siguiente aún olería a tomillo y a
romero en la llanada, pero la melancolía no podría recrear aquel sueño junto al
ventorro Zamarro. Habría que esperar de nuevo a que otro verano fuera
acabándose, y otros vientos húmedos anunciaran el cambio de estación. Y
volverían, por san Miguel, los bramidos y el trato, la dulzaina y la fiesta, y
la feria seguiría siendo siempre igual pero cambiando siempre.
Relato completo de Robles
Amarillos: