miércoles, 17 de junio de 2015

Maratón con solanera de mi hermano Javi

El pasado siete de junio mi hermano corrió, una vez más, un maratón, este en Aguilar , Palencia. Enhorabuena y un abrazo, Javi.

"Lo normal, cuando uno se levanta, es desayunar. Cuando lo que amanece es un día en que se va a correr maratón en Aguilar, Palencia, lo suyo es desayunar mucho antes y algo más que un día cualquiera. Con lo que no se cuenta es con quedarse sin un diente en pleno desayuno, casi de madrugada. Pero ocurre, y toca correr desdentado.

Las vacas no tienen dientes, pero no por eso dejan de desayunar. Los terneros desayunan leche materna durante las primeras semanas de vida. En el primero de los cinco pasos de este maratón por la aldea de Villallana, dejamos a la izquierda una cuadra que me traslada (medio siglo) a la infancia: un hombre ordeña una vaca mientras el ternero muge débilmente, imagino que en demanda de su desayuno. El aroma de la leche, sumado al del estiércol tierno y al del heno, el olor de animales en plena vida, así, de forma inesperada, me saca de la carrera y me arrebata hasta un paraíso que cada vez va quedando más a trasmano.

El día, que había amanecido nublado y suave, poco a poco se va poniendo severo. El sol comienza a castigar demasiado pronto. A nadie le cabe duda de que tomar el sol tumbado en una pradera es un placer al alcance de cualquiera; sólo hace falta tener ganas de disfrutarlo. Es lo que hacían en el parque de Las Moreras, tres semanas atrás, cuatro de los auxiliares de conversación del instituto, una vez terminada la jornada laboral. Ese día tocaba hacer veinte cambios de ritmo en series de cuatrocientos metros. Un ejercicio tan exigente como satisfactorio. En uno de los cambios pude ver en el césped a mis colegas, procedentes de tierras brumosas, disfrutando del sol en pleno mayo. Me acerqué un momento a saludar. Uno de ellos tocaba una suave melodía con el ukelele. Les invité a compartir el entrenamiento. Declinaron la oferta, sobra decirlo. Por su parte, quizá por timidez, no me invitaron a dejarme mecer por el ukelele. Seguramente habría aceptado.

Estamos en el k. 21, y el sol comienza a hacer estragos. El pulso se eleva mucho más de la cuenta, así que la idea de abandonar comienza a minar el ánimo. De hecho, en el tercer paso por meta, se van quedando varios corredores (sólo somos 38), entre ellos la única chica participante, una inglesa habitual de este maratón casi secreto. ¿Cómo seguir en una carrera sin una sola chica? ¿No resulta totalmente discriminatorio, injusto, machista, abusivo, prehistórico y mil adjetivos más cuya única función es desgastar la voluntad del corredor que no sabe cómo evitar el suplicio que le espera?

En el k. 30 sigue cayendo el ritmo, única forma de mantener el pulso medio controlado. Ya no hay duda de que este va a ser el maratón más lento de los veintiuno corridos hasta ahora (nada que ver con los 210 que lleva encima otro participante en la prueba, Santi Hitos), salvo que se haga realidad el abandono. Pero un maratoniano no puede, no debe hacer trampas, y menos jugando al solitario. Hay que seguir. ¿Objetivo? Conseguir la peor marca personal. Así de fácil. Por el aire vuelan los ‘vilani’ desprendidos de la doble hilera de chopos que “guardan el camino y la ribera” del Pisuerga. Es un leve espejismo, el rumor del río. Porque no seguimos su curso. Queda doscientos metros más allá, en paralelo a este tramo del circuito. Quién pudiera correr bajo la sombra de los chopos, en lugar de arrastrarse bajo este sol de granito.

Uno de los objetivos iniciales, llegar a meta sin ser doblado por los dos que van en cabeza (lo que implica siete km de ventaja), se desvanece en el k.34. Según mis cálculos llegarán en 3h05, un tiempo muy discreto para tipos acostumbrados a 2h45 - 2h50. El sol está repartiendo leña a todo el mundo. Para asimilar el bajonazo, me traslado a otro entrenamiento, a mediados de abril. Frente al citado parque de Las Moreras, hay un centro comercial. Un acordeonista eslavo entretiene al personal durante los treinta segundos que se mantiene en rojo el semáforo. Ese medio minuto le da para unos compases (de bolero, habitualmente) que repite tantas veces como cambios de verde a rojo programa el relé del semáforo. Una actividad tan mecánica como cualquier otra, con tal de poder desayunar a diario, con más o menos dientes. Pues bien, ese día se ha desatado una tormenta considerable. No pasa nadie. El músico y su acordeón se quedan solos, bajo un plástico del que emerge una melodía que nada tiene que ver con lo habitual. Parece una danza húngara, visceral y enérgica, rotunda. A saber en qué estará pensando este anciano músico, tan lejos de todo.

k.39. Es el último de los veinte repechos que incluye esta prueba. En la cuneta, macizos de piornos en plena floración. A las nueve y cuarto desprendían un aroma fresco y estimulante. Ahora sueltan un pestazo recocido que provoca varias arcadas durante los doscientos metros que tiene la subida. Y de nuevo, el recuerdo. Carril-bici en El Carrascal. Mediodía de una jornada luminosa. Cuarenta preescolares cabalgan en sus bicicletas, con o sin ruedines, acompañados de media docena de profes. Me aparto para no estorbar. En un ligero repecho, un niño se queda clavado. No entiende bien por qué la bici no anda. Habla consigo mismo: “No puedo”. No está irritado, no gimotea ni demanda nada. Sencillamente enuncia un hecho. Sin que lo advierta, le doy un suave empujón y corona la cuestecilla. Quién pudiera.

Entro en meta como quien cae por un precipicio. Recojo mi diploma y saludo a Gabriel (organizador del evento, el único maratón gratuito que existe en Europa, y única razón tal vez de tan escasa asistencia, a pesar de la crisis). Sigo caminando un poco para evitar el colapso de los músculos. Cincuenta metros más allá, una treintena de querubines comulgantes (ellas de blanco-azucena, marineros o almirantes ellos) vienen en procesión desde la Colegiata. Me cruzo con la comitiva y no acabo de saber si estoy viendo lo que creo ver o si voy entrando ya en el Paraíso, cojitranco, greñudo y desdentado.



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