lunes, 30 de enero de 2012

Lo que no queremos ver


Elvira Lindo publicó ayer un artículo en el periódico El País que me pareció interesante. Traigo aquí el fragmento final y un enlace para quienes quieran leerlo completo.

Durante unos días, el periódico The New York Times ha publicado unos valientes reportajes sobre las condiciones de los trabajadores en las fábricas proveedoras de componentes a las grandes empresas tecnológicas. Si empleo la palabra valiente es porque no deja en muy buen lugar a empresas americanas que, aprovechándose de la baratura del empleo en las célebres tierras lejanas y descargando toda la responsabilidad en la falta de derechos de aquellos países, niegan que su presión a la hora de marcar los tiempos de entrega tenga algo que ver con que, por ejemplo, en el pulido del cristal de un iPhone, en vez de usar alcohol, que tiene un secado lento, opten por una sustancia altamente tóxica. Si califico el reportaje de valiente, repito, es porque, según las encuestas, un 57% de los americanos no le ven a los productos Apple ninguna peguita, y se entregan a ellos como quien se entrega a una imagen religiosa que les comunica directamente con san Steve Jobs, que ya está en los cielos. Este tipo de noticias pueden provocar un mal rato a ese batallón de sensibles corazones que piensan que las creaciones de Jobs han servido solo para mejorar el mundo. Lástima que para sofisticar la calidad de nuestras comunicaciones haya personas que vivan hacinadas en un cuarto, sin derecho a la intimidad, que trabajen 60 horas a la semana, que pongan su salud en peligro, que se dejen la piel literalmente en ello. No es demagogia, como tampoco lo eran las narraciones dickensianas. Hace falta que uno de esos jóvenes trabajadores que pulen cristales convierta su humillación en novela o reportaje y cuente aquello que solemos olvidar: cómo se fabrican las cosas. Habría que esquivar, eso sí, la censura de su país, por la que al parecer estamos muy preocupados. No estaría de más que nos llegara esa historia por escrito. La leeríamos, no podría ser de otra manera, como un acto de solidaridad. En un libro de papel. No, mejor en un iPad, que le daría al acto de la lectura un carácter simbólico. O no, mejor todavía, descargada gratuitamente de la Red, porque ni la cultura ni la solidaridad han de tener fronteras. Se ha hablado mucho de la explotación a las mujeres del sector textil o de la inmoralidad de lucir abrigos que provienen de un cruel sacrificio animal, pero el terreno de lo tecnológico sigue envuelto por una especie de manto santificado que protege al usuario de las malas noticias. Qué guay. Levantamos el puño con furia para reivindicar nuestro derecho a meter en un aparatito tres mil libros, cien mil canciones, dos mil películas. Esto nos debe estar haciendo brillantes y cultivados, aunque de momento no se vean señales de ello, y aunque no sintamos la obligación de sacar la cara por aquel que produjo estos pequeños tesoros sin los cuales muchos afirman que ya no sabrían vivir.



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