sábado, 3 de diciembre de 2011

Maratón en Donosti





Como siempre por estas fechas Javier, mi hermano, me acaba de enviar su crónica sobre el maratón donostiarra. Enhorabuena una vez más, Javi.

El paso de la oca

No fue mala la idea de Pipilutxi de hacernos la foto de familia fuera de la pizzería, justo ante el escaparate de Euronovias, porque, visto el panorama general, el riesgo de este maratón estribaba en quedarse compuesto y sin euro, quiero decir, sin medalla ni camiseta, a tal punto hemos llegado. De este modo, la cita histórica quedó registrada ante la maniquí de blanco y ante la de negro (cada quien con su prima, sin demasiado riesgo), para celebrar (im)previsibles triunfos y fracasos seguros en carrera.
 Lo cierto es que esta vez la preparación se me había quedado algo corta de kilómetros; entre los problemas laborales y el frustrado paso por quirófano a finales de agosto, me presentaba sin haber hecho los deberes como a uno le gusta hacerlos, de manera que decidí salir reservón y esperar a ver lo que la mañana iba dando de sí. Al primer paso por Anoeta, me encuentro con Luis y David, que van con la euforia de la primera vez y por lo tanto con ganas de verlo todo y compartir impresiones. Como a uno no le molesta hacer de guía y cicerone durante esta fase relajada de la carrera, acompaso mi ritmo al de ellos y viajamos juntos hasta el 27, clavando kilómetros a 4.50, que es lo previsto.
 El doble paso por Gros, una novedad en el recorrido, me descubre una nueva cara de la ciudad, otro aliciente en esta mañana fresquita y con viento en calma, ideal para correr, así que casi sin advertirlo pasamos la Concha y enfilamos la bajada por Tolosa hasta la universidad. De vuelta, Gloria y Daniel esperan con algo de alimento para ir cerrando la primera vuelta, ese punto de carrera que siempre se me ha atascado en Donosti. Pasamos la media según lo previsto, y ya de paso decido romper el maleficio: avivo un poco el ritmo en cuanto cruzamos el estadio.
 Al contrario que otras veces, apenas tengo molestias bajando por Urbieta, lo que interpreto como un síntoma de que las cosas no van a salir del todo mal. En el cruce con Libertad, espera de nuevo la familia. Hay mucha gente en esa esquina, así que levanto la vista y les busco sin reparar en que uno debe ir mirando el suelo por donde pisa. Total, le pego una patada a un cono, que sale disparado hacia la acera. Lo primero que pienso es que se me ha chafado el pie y que voy a darme de bruces con el asfalto, pero esta vez la prima de riesgo está de mi parte, y todo queda en susto. En ese momento, ya sé que la carrera es mía, aunque falte casi un tercio del recorrido para llegar a meta.
 El nuevo paso por la playa me trae a la memoria el maratón del año pasado, apenas con un grado de temperatura, las manos heladas y el cielo plomizo. Hoy, sin embargo, el sol templa la isla de Santa Cristina, última morada de suicidas y otros pecadores de antaño. A ellos me encomiendo para sobrellevar los males que siempre acechan una vez traspasada la maléfica frontera del km30, una lotería que hasta ahora nunca me ha tocado, aunque todo el mundo sabe que antes o después te premiará con el gordo. ¿Y si fuera hoy?



 



Entramos en la zona definitiva de carrera: son siete kilómetros de soledad en los que el corredor se enfrenta a todos sus fantasmas en forma de calambres, náuseas, contracturas, mareos varios, inseguridades y zozobra general. Como además no hay apenas público, no queda más remedio que ir lamiéndose cada quien sus propias heridas en silencio, apenas con la ayuda de la euforia musical de AC-DC, un clásico de esta carrera en los dos kilómetros  más desoladores.

 Como ya me sé el cuento, echo mano de una de las imágenes que he ido guardando a lo largo de estas semanas de preparación. Ocurrió en el parque de Polvoranca el viernes cuatro de noviembre en mitad de una de esas sesiones largas de entrenamiento que tango gustan al maratoniano porque ofrecen la oportunidad de ir desconectando de todas las preocupaciones cotidianas y le dejan a uno con la cabeza despejada. Pues iba yo ese viernes así como a las tres y cuarto de la tarde pensando en las musarañas mientras bordeaba el lago, y mire usted por dónde se me cruza en el camino una procesión de ochenta o cien ocas transitando desde el cristalino lago hasta la fresca pradera verde. Sin inmutarse, ya digo, las ochentaitantas señoriales ocas no me dejan más alternativa que atropellarlas o pararme para verlas  pasar, impávidas ellas y atónito yo  mismo ante el insólito espectáculo a una hora del viernes en la que la gente normal sufre un atasco de tráfico, pega una cabezadita o recoge los trastos para cerrar la semana laboral. Y allí me tienes, clavado delante de todas aquellas elegantes damas de blanco, solicitando educadamente su permiso para continuar la marcha, si bien ninguna de ellas se daba por aludida, y todas proseguían su imperial desfile entre el lago y el césped, sin inmutarse por la estúpida presencia de un tipejo que a esas horas tendría que haber estado en un atasco, en su sillón o en la oficina.






 Así pues, aferrado a los detalles del singular suceso y buceando en sus innumerables aristas, cuando me quiero dar cuenta estoy ya de vuelta y nada menos que en el cruce de San Martín con Easo, esa esquina mítica de la carrera en la que el gentío (que sabe bien que un corredor a esas alturas es un fantasma o un cadáver) anima en voz en grito a los que van llegando para enfilar definitivamente la bajada al estadio. Son esos gritos los que me despiertan de mi ensimismada reconstrucción del episodio ocarino que me ha mantenido afortunadamente en Babia durante los seis kilómetros más encarnizados de la carrera.
 Lo mejor de todo es que durante la segunda media he ido limando segundos, y al paso por el k40 caigo en la cuenta de que, por primera vez, puedo hacer mejor tiempo en la segunda mitad, una meta que ansía todo aquel que quiere ganarle la partida al maratón. Ahora se trata de apurar un poco más la zancada y limar de paso un minuto a la marca de los dos últimos años. Ya que estamos…
 Sin pensármelo dos veces, me lanzo tras mi particular prima de riesgo, que no es otra que la de calentar el pulso hasta niveles óptimos para saldar las deudas, siempre bajo la protección de las euronovias (no la de Merkel) e invocando sin cesar el nombre de la proverbiales ocas gamberroides que finalmente deciden tener un detalle conmigo después de tres meses de penitencia premaratoniana. Con la ayuda de tan particulares hadas (madrinas), entro felizmente en 3h22’55”, con 48” de renta favorable en la segunda media.
 Y es que en esta vida conviene cumplir dos normas sobre todas las demás, a saber: hay que elegir el fondo adecuado para una foto, la primera; y es obligado ceder el paso a las ocas en todo tiempo y lugar.Como siempre por estas fechas Javier, mi hermano, me acaba de enviar su crónica sobre el maratón donostiarra. Enhorabuena una vez más, Javi.






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