08 Ene 2008
Como se sabe, el pintor Mariscal diseñó
hace algún tiempo una colección de cubiertos que distribuye El País. La verdad
es que son bonitos... pero absolutamente inútiles para los zurdos, como se
puede observar en la foto adjunta.
Como yo soy zurdo, y lo único que hago con
la derecha es escribir y algunas otras cosas que se imponían a los de mi cuerda
cuando yo era niño, siempre he estado atento a lo específico de mi situación.
Los zurdos somos el 10% de la población,
una minoría que aparece en todas las profesiones, países, clases sociales,
identidades sexuales y épocas históricas.
En
mi novela corta Robles Amarillos dediqué un capítulo a mis abuelos y los
zurdos. Aquí va:
"Mis
abuelos- Antonio y Fernando- eran zurdos, como mi hermano Emilio, como yo. Me
gusta que los dos hayan sido galochos y me imagino su
rebeldía ante las continuas pullas de las gentes con las que convivieron.
¿Herencia?
¿Caprichos del destino? ¿Privilegio o desgracia? ¡Qué fastidio aguantar a los
diestros cuando, con aires de superioridad, te dicen que así no se parte el
pan, que lo estás haciendo al revés, que te vas a cortar! Saben de su inutilidad
para con la mano izquierda y piensan que a nosotros nos ocurre lo mismo. Lo que
en realidad les sucede es que se sienten confusos ante nuestra eficacia, y eso
les provoca dudas acerca de su propia identidad. En la familiaridad de los
actos cotidianos, los zurdos ponemos en evidencia el determinismo de un mundo
concebido para hacer las cosas sólo a la manera de los diestros.
Me
he citado con mis dos abuelos en el Venero, junto a la arqueta del agua, para
dar un paseo con ellos y charlar un rato. Abuelo Fernando viene por la calle de
la Raya y al llegar junto a mí, me mira como pidiéndome confirmación y le
digo que sí, que soy Antonio, su nieto, aquél al que, hace muchos años, llevó a
la escuela en pijama. Me dice que viene del más allá y que, casi sin darse
cuenta, al salir del camposanto, ha ido a dar una vuelta por su barrio. Alto,
callado y a buen paso, sube abuelo Antonio por la calle de la Fuente y pasa
junto a la poza en la que lavaban la ropa las mujeres. Al salir del cementerio
también se ha ido a pasear, para ver qué había por por el barrio de abajo,
después de tantos años de ausencia. Al llegar, saluda a su consuegro y se
queda mirándome; como no me conoce, mira de nuevo al otro abuelo y éste nos
presenta. Me da un gran abrazo y, con los ojos brillantes y las aletas de la
nariz húmedas, me dice que le recuerdo mucho al Antonio que él fue, cuando
estuvo en Buenos Aires.
Emocionado
y feliz entre mis dos abuelos, les pido que miren hacia la lejanía de la
sierra y, señalando los tres con el índice zurdo, decimos al unísono: “¡Robles
Amarillos!”. Un nevero grande, a lomos de una ladera gris, sostiene la mirada
de los tres mientras dice abuelo Fernando: “Allí hay claveles amarillos, que en
otros sitios llaman narcisos. Cuando yo subía por San Juan, le traía a tu
abuela Ana un buen manojo y los ponía en el jarrón del portal. Le
gustaban mucho”. Pensativo y algo ensimismado, nos dice abuelo Antonio: “Allí,
cerca del nevero, se desnucó una vaca de mi padre cuando iba cucando porque le
había picado la mosca. Nos quedamos algún tiempo sin yunta, y yo lloré mucho al
ver a la Garbosa en el carro del tío Sempronio cuando pasaron junto a la
escuela. Todo el recreo se quedó mudo pues era la primera vez que veíamos la
muerte de cerca”.
Paseando
hacia los pinos de tío Isaac, charlamos los tres de las manías de los diestros
para con los zurdos y de cómo las palabras que se refieren a nosotros tienen
todas un tinte de desprecio y de rencor. Les propongo a mis abuelos
que nos riamos un poco de algunas definiciones que nos destina el diccionario.
Saco un papel del bolsillo de la chaqueta y leo con guasa: “Zurdo quiere
decir apartarse de la razón y el juicio, no ser hábil, inteligente ni
experimentado”. “¡Vaya por Dios!”, dice abuelo Fernando. “Galocho significa
dejado, desmalazado, de mala vida”. “¡Aviados estamos!”, añade abuelo Antonio.
“Afortunadamente las cosas van cambiando- les digo- y el mundo se va haciendo
más tolerante con los que son diferentes de la mayoría, también con los zurdos.
Hoy los niños pueden escribir con la mano izquierda si así les orienta su
instinto, muchas máquinas son aptas para las dos manos y en muchas ciudades hay
tiendas con cosas específicas para nosotros.”
Abuelo
Fernando se quita el sombrero, se pasa la mano por la frente y dice: “Hijo, no
puedes imaginarte cuánto me alegra lo que nos estás diciendo. Antes lo
pasábamos muy mal. Recuerdo que una vez me hice yo una hoz con el corte
aparente para mi mano, pues estaba ya hasta arriba de segar la cebada con
una herramienta de diestros. Tendríais que haber visto la cara que pusieron mis
compañeros de faena, aquel día en que me presenté al corte con mi nueva hoz.”
-¡Qué!
¿Qué tenemos que segar hoy?- les dije.
-Desde
esa pared hasta la canchalera- contestó Macario.
-Bueno,
yo me encargo de la parte de la pared y vosotros dos comenzáis por la
canchalera- les dije, mientras se quedaban boquiabiertos cuando les
enseñé mi nueva herramienta.
-¡Ten
cuidado, Fernando, a ver si te vas a cortar!- me provocaban. Con menos
esfuerzo que cualquier otro día, segué yo solito la mitad del terreno señalado
mientras mis dos compañeros se hacían con la otra mitad. Yo me pavoneaba y
ellos se defendían diciendo que su parte era más pedregosa que la mía, a lo que
contesté:
¡Hombre,
Macario, que yo soy zurdo pero no tonto!”
Al
terminar de contar su historia, nos reímos un buen rato y luego nos quedamos en
silencio. Abuelo Antonio carraspea, suspira brevemente y dice: “Yo observé en
Buenos Aires que los zurdos, chicos y grandes, escribían con su mano y nadie se
lo afeaba. Pero al volver a Aravalle, qué mareo de nuevo, con aquellas
retahílas contra el uso de nuestra mano. Pero era la zurda la mano que yo
usaba para manejar la azada, deshacer el cerdo, colocar la leña, clavar puntas,
abrir puertas, pegar sellos, partir el pan, llevar la esteva del arado, uncir
las vacas, apilar el tabaco, servir los chatos de vino...”
Se
me desvanece la figura de los dos cuando pasamos junto al camposanto de abuelo
Fernando- él venía del más allá de su religión- o el cementerio de abuelo
Antonio- él venía de la nada, que, según su forma de pensar, es donde están los
que ya se fueron. Yo sigo andando y no vuelvo la vista atrás, pues hay que
dejar que los espectros vuelvan solos a su morada, sin que les perturben
miradas interrogantes.”
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