lunes, 10 de enero de 2011

Junto al molino

                  

 I


 Cuando daban las seis de la tarde en el reloj de la torre de la iglesia, ya iba yo por la cruz de piedra camino del río y, andando a buen paso, me topé con tío Isaac, el molinero, que subía al pueblo con sus mulas, cargadas con sacos de harina.
         Había transcurrido el mes de julio y se rumoreaba que en el país estaban sucediendo cosas atroces desde el día dieciocho. En Aravalle nada se sabía con certeza pero suponíamos que debía ser mucho y muy malo lo que pudiera estar pasando. La gente comentaba en voz baja, en la penumbra de los portales, lo que contaban quienes subían del Valle del Jerte y susurraba, en el silencio de las alcobas, lo que se oía decir a quienes tenían un aparato de radio.              
         A pesar de lo que decían que estaba ocurriendo en otras partes, la vida en Aravalle seguía su curso normal. Como en cualquier otro verano, se segaba y se recogía el heno, se atendía el ganado que no había ido a los pastos altos, se cavaban las huertas y se trillaba. Pero había algo que delataba una situación extraña: apenas se veían mozos por el pueblo ya que habían sido movilizados los de las tres últimas quintas. Decían que los habían llevado al frente del Guadarrama, donde las tropas del general Mola disputaban la ladera norte a las milicias republicanas de Madrid.
         Miedo, mucho miedo tiene la gente desde el día que se fueron los quintos, aunque aquí no ha sucedido lo que en El Barco, que dicen que un día llegaron de la capital  unos hombres armados y se llevaron en un camión a varios concejales, sin que se sepa aún qué hicieron con ellos. 
         Desde que me destinaron a Aravalle, tengo la costumbre de irme a Madrid con mis padres cuando llegan las vacaciones. A principios de julio estuve ultimando   el plan de actividades para el próximo curso pues quería dejarlo entregado en el Ayuntamiento antes de irme. Ya tenía preparada la maleta para marcharme en el correo cuando comenzó todo. Enseguida fue tal la confusión que decidí quedarme aquí hasta ver si se aclaraba la situación. A medida que van pasando los días, me voy dando cuenta de que esto va para largo y de que nadie puede arriesgarse a predecir en qué acabará. En todo este tiempo no he tenido noticias de mi familia, así que estoy muy preocupado porque Madrid, según dice la radio, está siendo bombardeada por aviones militares y, en esos casos, ya se sabe, quien más sufre es la población civil.
         ¡Qué diferente es este verano de aquél en el que yo preparaba mis papeles para matricularme de primero en la Normal de Madrid!  Había terminado el bachillerato en el instituto Cardenal Cisneros, cerca de la Universidad Central, y estaba decidido a estudiar Magisterio una vez superado el examen de Estado. ¡Aquella primavera había sido espléndida!  Cayó como un castillo de naipes la monarquía, el rey Alfonso XIII abandonó España y fue proclamada la Segunda República. ¡Qué día inolvidable aquel catorce de abril!
         Recuerdo que salimos del instituto hacia la calle de San Bernardo y que por ella bajaban riadas de personas a las que nos íbamos uniendo con alegría, abrazándonos unos con otros y cantando felices camino de la Puerta del Sol. Al entrar en la plaza por la calle del Arenal, nos sobrecogió ver un gentío impresionante, una muchedumbre insólita que la abarrotaba y que gritaba unánime: “¡Viva la República!”  Encima de algunos tranvías varados entre la multitud y en lo alto de la marquesina del metro, decenas de personas intentaban seguir el espectáculo desde aquellas atalayas privilegiadas. Toda la plaza se fundió en un inmenso aplauso cuando don Niceto Alcalá Zamora salió al balcón de Gobernación y se dispuso a hablar en nombre del Gobierno provisional. Aquel edificio siniestro, lleno de calabozos y de despachos como covachuelas, se iba convirtiendo poco a poco en el rompeolas de la República, sobre todo cuando, terminado aquel vibrante y cálido discurso, la plaza rugió con entusiasmo, se dieron vivas al gobierno provisional y cantamos hasta tres veces el himno de Riego.
         Aquel gentío se fue dispersando poco a poco por las calles que dan a la plaza y nosotros nos dirigimos hacia el Palacio Real, llevados casi en volandas por la gente que bajaba hacia Ópera. Al llegar a la plaza de Oriente, un cordón compacto de jóvenes con escarapelas rojas tenía como misión impedir el paso al recinto. ¡Así se evitarán desmanes en el Palacio Nacional! dijo quien parecía tener algún mando en aquel sector. Mientras volvíamos sobre nuestros pasos, nos íbamos riendo con los comentarios que hacía Honorio sobre el cambio de nombre del palacio: “¡Como todo vaya así de rápido, algunos deberían ir haciendo ya las maletas por si tienen que seguir los pasos del rey!”
         Serían ya más de las nueve cuando Honorio, Baldomero, Valentín  y yo bajábamos por la Cuesta de San Vicente, camino de San Antonio de la Florida, nuestro barrio, y  todavía seguíamos excitados hablando de lo que  habíamos visto aquella tarde y de lo mucho que nos agradaba que la llegada de la República coincidiera con el inicio de nuestra juventud. Fue entonces cuando Baldomero, con voz queda y casi como pidiendo disculpas, nos aguó la fiesta al decirnos cuánto le extrañaba que todo hubiese ocurrido tan alegremente, como si en España  no hubiera enemigos del nuevo régimen, como si hasta el día anterior en el país no hubiera habido poderosos ni gobiernos a su servicio. “¡A saber qué es lo que estarán preparando ésos, porque quietos no creo que vayan a quedarse!” añadió Baldomero y una brizna de inquietud aleteó sobre aquel catorce de abril.



                                                                               II



         Poco podía figurarme yo que unos meses después de comenzar mi último curso en la Normal, la República estaría gobernada por sus más denodados adversarios. Una coalición de partidos conservadores había ganado las elecciones y se disponía a frenar las reformas emprendidas dos años antes.
         En la Escuela no salíamos de nuestro asombro ya que la labor realizada por el gobierno saliente, al menos en el ámbito de la instrucción pública, había sido impresionante. En apenas un trienio se crearon más de trece mil escuelas, se triplicó el número de institutos y se multiplicó por seis el presupuesto de salarios para los maestros. Se apoyó la creación de las misiones pedagógicas, que desarrollaban su labor cultural por pueblos y aldeas, y la puesta en marcha de las universidades populares, que hacían lo propio en muchas capitales del país. Miles y miles de personas accedían por primera vez al mundo del saber y se afanaban por aprender a leer y escribir. Fue así como los maestros de escuela se convirtieron en el símbolo de un país distinto, moderno e ilusionado; un país que veía en la instrucción el germen de su futura emancipación.
         Faltaban pocos días para la Navidad y aún se debatía acerca de las razones del triunfo conservador. Los más ecuánimes lo explicaban por la conjunción de tres factores: la labor de zapa de los poderosos, el radicalismo de los anarquistas y cierta ingenuidad de los gobernantes. Fuera así o de cualquier otra manera, el caso es que por aquellos días el nuevo gobierno tomó posesión y muy pronto empezamos a notar los efectos de la llamada rectificación, que no era sino un retroceso considerable en todos los ámbitos.                
         En nuestra Escuela cundió el desánimo porque iba calando en nosotros la idea de que, cuando acabásemos la carrera, sería difícil poner en práctica lo que en aquellos años de ilusión habíamos aprendido acerca del oficio de enseñar. Pensábamos que había llegado lo peor. Y es que nunca hubiéramos podido imaginar, en aquel curso de decepción y tristeza, que algo trágico y mucho más peligroso iba a sobrecogernos sólo dos años más tarde.
         Ahora, junto al molino de tío Isaac, aislado de los demás maestros de la comarca, paralizado por el miedo y la fatalidad de no poder hacer nada, repaso qué cargos podría haber contra mí, si se pusieran mal las cosas, y qué podría hacer llegado el caso. Nunca he ocultado mis simpatías por la República pero apenas me he significado más allá de lo que me exigía mi profesión. La gente de Aravalle me respeta y me trata muy bien, me aprecia y me quiere. Pero últimamente veo que algunos me huyen, sobre todo desde lo que pasó el otro día, cuando unos falangistas llegaron al pueblo en dos camiones. Ataviados con camisas azules, correajes negros y pistola al cinto, se pasearon por el pueblo, desafiantes, y nos convocaron para las siete de la tarde en la plaza del barrio de abajo, que aquí llaman “El corralillo”.
        Eran las siete en punto y la plaza ya estaba llena. De pie y en silencio nos disponíamos a escuchar a aquel individuo que, impostando la voz, leyó amenazador: “En estos momentos decisivos para el porvenir de la patria, el pueblo sano, dirigido por su glorioso ejército, se ha sublevado contra el yugo de los sin fe y la tiranía de la antiespaña. Todo bien nacido ha de ayudar en esta colosal tarea dando lo mejor de sí mismo; los jóvenes, su sangre para el martirio, si necesario fuere; los adultos, lo más amado de su despensa para el vigor de los soldados que se baten en el frente; y todos, lo más noble de nuestro ser para arrancar de una vez por todas la cizaña del liberalismo y el comunismo que pudre y emponzoña la mies de un país sin par”.
         Aquel falangista relamido hizo una breve pausa, bajó su voz, estiró el cuello, afinó su puntería y dijo: “Todos los que conozcáis a alguien que pudiera sabotear la labor de las nuevas autoridades, debéis ponerlo en nuestro conocimiento para tomar las medidas oportunas. Si oís a alguien manifestarse contra el nuevo régimen, si sabéis de alguna víbora cobarde que siembra la confusión y la discordia, acudid a nosotros sin dudarlo.”
         Aquel valentón de retaguardia estaba consiguiendo lo que buscaba: meter el miedo en el cuerpo, enseñar la cara desnuda de la amenaza bárbara y buscar la delación impune. Siguió hablando un rato y dijo al final: “Porque en el vigor de la juventud confiamos y por el imperio hacia Dios luchamos, decid conmigo: ¡Arriba España!” Todos contestamos: “¡Arriba!” y después aplaudimos con fuerza, porque así lo aconsejaba el sentido común para no aparecer como disconformes.
         Aún resonaban en el corralillo los últimos vivas, cuando tío Claudio apareció por los Postigos tapándose la frente con la mano izquierda para no deslumbrarse. Venía con su rebaño de cabras y miraba hacia la plaza con asombro cuando, de pronto, se vio señalado con el dedo índice del falangista, que, a gritos, le espetó con grosería: “¡ Rojo de mierda, cabrón, ven aquí ahora mismo, que nos vas a explicar  por qué levantas el puño!” Desorbitados los ojos y rojo de ira, dijo así a sus camaradas: “¡Vírseda, López, Belinchón!  ¡Detened de inmediato a ése, que va a saber lo que es bueno!”  Los tres fascistas empujaron y abofetearon al pobre viejo pero nadie se movía porque el miedo se mascaba. Fue entonces cuando don Guillermo, el secretario, se adelantó y dijo al jefe de aquellos camisas azules: ¡Perdone usted, no haga ni caso del gesto del pobre Claudio; es un hombre medio ciego que, sin duda, no pretendía otra cosa más que protegerse los ojos para no quedar deslumbrado; seguro que ni sabe lo que significa el gesto que ha hecho.” El tío Claudio, caído en el suelo, mostraba en su mirar atónito el desconcierto más absoluto. Tío Manolo, el alcalde, humillando la voz y el gesto, añadió: “Claudio es inocente, yo les digo que es verdad lo que dice el secretario”. Sólo volvieron las aguas a su cauce cuando intervinieron en favor de tío Claudio tres potentados del pueblo, que avalaron su inocencia y lograron que aquel energúmeno lo dejara en libertad. En la plaza todos estábamos aún en silencio, petrificados y muertos de miedo. Y allí seguimos un rato hasta que aquel matón nos ordenó que nos fuéramos a casa y que no olvidásemos lo que se nos había dicho en aquella junta.

         Cuando llegamos a Aravalle, en septiembre hará dos años, Amparo y yo vimos enseguida que no estábamos solos. Ambos pertenecíamos a la primera promoción de maestros de la República y la gente del pueblo entendió pronto que los cambios que, día a día, íbamos introduciendo en la escuela no eran fruto de la improvisación sino semilla de futuro. Como algunas normas del gobierno anterior no habían sido derogadas, nos apoyamos en ellas para desarrollar nuestra tarea de acuerdo con lo que habíamos aprendido en la carrera. Agrupamos a los niños según su edad, formando dos clases mixtas, y aquella novedad, lejos de incomodar a nadie, pareció a todo el mundo la enseña de las novedades que se avecinaban.
         Catalogamos los libros de los armarios, y pusimos en marcha una pequeña biblioteca. Conseguimos que el Ayuntamiento cediera a la Escuela un terreno, y lo convertimos en coto escolar. Todos los jueves por la tarde dábamos paseos con nuestros alumnos, y fue así como estudiamos el relieve y el clima, las piedras y el río, las estaciones del año, los árboles y los animales, los trabajos y las fiestas. Tres veces por semana dábamos clases de adultos, y a ellas acudían hombres de piel curtida, mujeres de pañuelo negro e incluso una anciana animosa que sabía leer pero quería aprender a escribir.
         Algunos días después de lo de tío Claudio, me mandó aviso el secretario para que fuera a su casa. Me habló con sigilo y me puso al corriente de los planes de las autoridades de la zona: “Hemos recibido una circular de la delegación de Educación de la capital en la que se dan por abolidos los planes de estudio que se impartían hasta ahora. Prohíben el uso de los libros escolares y las enciclopedias que hay en las escuelas, hasta que una comisión de inspectores revise los materiales y obre de acuerdo con las nuevas normas. Se nos ordena a los secretarios que mandemos un informe de los maestros de cada pueblo, en el que consten sus inclinaciones políticas, sus actividades profesionales, su moralidad y sus costumbres.” Y añadió: “Yo creo que las cosas están muy mal y que ya nada será igual que antes. A todos nos van a vigilar con lupa. Yo sé que usted está inquieto por lo que pueda pasar y quizá debería salir de esta situación de una manera airosa: alistándose voluntario, ya que, al fin y al cabo, se habla de que van a movilizar a los mozos de su quinta. ¡Cambie usted de aires, don Dimas, y así espantará el peligro!” dijo don Guillermo con vitalidad mal disimulada mientras yo seguía en silencio pensando qué hacer.
       
        Ya son más de veinte días los que llevo viniendo junto al molino y cada vez veo menos salidas. El aislamiento al que estoy sometido sólo se mitiga con la amistad que voy trabando con tío Isaac. La franqueza de su conversación me libera algo de la depresión intensa en la que estoy sumido. ¡Qué contraste entre la viveza del agua del río y mi pasividad en el último mes!. ¡Qué lejos estoy de aquel invierno cuando, recién ingresado en la Normal, acudió a ella don Fernando de los Ríos, ministro de Instrucción Pública, para hablarnos de los planes educativos del gobierno! 

                  

                         
                                                                              III


         “Don Fernando de los Ríos, ilustre profesor y ministro de Instrucción Pública, que nos honra hoy aquí con su presencia, tiene la palabra”, dijo el director de la Escuela Normal. Se oyó un largo e intenso aplauso y después se hizo un silencio solemne. Todos estábamos esperando sus palabras con atención y embeleso. Don Fernando carraspeó levemente, miró al auditorio y nos saludó con afecto y emoción. Iba desgranando su discurso con suavidad cuando de repente dijo con energía: “Ha llegado el momento de decir basta. Basta de analfabetismo, que abre la puerta a la superchería y a la ignorancia; basta de niños sin escuela; basta de enseñanza confesional y patriotera; basta de separación por sexos; basta del temprano abandono de la escuela motivado por necesidades familiares. El gobierno de la República quiere ofrecer en todas las escuelas del país una educación laica, científica, fraternal y libre. Quiere ennoblecer la instrucción pública y dotarla de medios humanos y materiales, con el fin de formar ciudadanos respetuosos, cultos, responsables y trabajadores”. Y terminó con estas palabras: “En vosotros, futuros maestros, depositaremos la sagrada tarea de hacer realidad este proyecto de futuro. Vosotros seréis la semilla de la República, la savia de esta España que está naciendo. Preparaos para tan noble profesión en esta Escuela Normal que hoy me recibe y que mañana os despedirá como embajadores del saber por los pueblos de todo el país.”
         Y así fue como se renovaron los planes de enseñanza y aparecieron nuevas asignaturas que abrían perspectivas muy diversas. Enseguida llegaron libros con la nueva didáctica, diversos materiales, y más presupuesto para remozar el viejo edificio de la Normal y de la escuela aneja, donde hacíamos las prácticas. Muy pronto todos, profesores y alumnos, nos sentimos partícipes de una empresa llena de vitalidad y de futuro. Visitamos museos, teatros y fábricas; hicimos excursiones por campos y ciudades; entrenamos en el pabellón deportivo de la Escuela; estudiamos con entrega y alegría...
         A la camaradería propia de una tarea llevada a cabo con optimismo se unía un sincero afán por querer cambiar lo que era una inercia de siglos. Y todo ello impulsado por el gobierno. En algunos momentos de febril actividad nos parábamos en seco y dudábamos de que todo aquello fuese cierto. Y lo era, aunque la carcoma estuviera ya royendo los túneles que servirían para dinamitar aquella juvenil y algo cándida experiencia.


         Tío Isaac termina de llenar los sacos que subirán sus mulas, y yo le ayudo abriendo la boca del último costal. Me dice, con cierto misterio, que van a requisar dos tercios de la harina que se muele en la comarca para enviarla al frente. Eso supondría la ruina de los molinos ya que la gente preferirá esconder buena parte de su cosecha, hasta ver qué da de sí el conflicto.” Bajando mucho la voz, a pesar de la evidencia de nuestra soledad en aquel lugar, se atreve a contarme, con alarma y misterio, lo que tío Bene, el vinatero, le dijo esta mañana, cuando subía del Valle del Jerte. “Ya sabe usted, don Dimas, que allí triunfaron los del frente popular en las elecciones de febrero. En todos los pueblos había un gran ambiente de euforia pues se creía que había llegado el momento definitivo de las reformas. Pero desde el mismísimo dieciocho de julio, camiones del ejército con base en Plasencia van recorriendo el valle y dejando regueros de sangre. Llegan a las plazas de los pueblos y todo queda paralizado; se oyen órdenes tajantes, impartidas desde el odio: “¡Quiero este pueblo libre de rojos, así que ya sabéis!”  Al trote, pelotones de soldados detienen a concejales, jornaleros, maestros, jueces, secretarios... Se los llevan en medio de una salvaje mezcla de insultos, amenazas y golpes y les ordenan subir a los camiones, maniatados y con la mirada de la muerte reflejada en sus pupilas. Por la noche se oyen disparos cerca de los cementerios y el amanecer confirma lo que el oído temió en la madrugada: tapias enlutadas con sangre inocente y cuerpos sin vida abandonados que van siendo retirados por familiares atónitos. La barbarie se ha instalado en el país, don Dimas, y nada indica que esta violencia desatada vaya a acabar.”
         El relato de tío Isaac va aumentando mi ansiedad y mi indignación pero me reafirma en la decisión que he tomado. Cuando termina, le hago cómplice del secreto que me quema y le expongo mis planes inmediatos: “Yo, tío Isaac, tengo que marcharme del pueblo cuanto antes. Vine a Aravalle a trabajar en aquello para lo que fui preparado a lo largo de tres intensos años. No quiero empezar el nuevo curso, dentro de medio mes, y hacer con los chicos lo contrario de lo que hasta ahora he hecho. Tampoco quiero alistarme voluntario, porque con los facciosos yo no iría más que movilizado a la fuerza. Hace unos días me llamó el secretario y me dijo que han enviado de la capital las órdenes para el comienzo del curso escolar. Cambian los planes de estudio, prohíben los libros que estábamos usando y piden informes de los maestros. Está claro que quieren desmontar lo que en estos años se ha hecho en la escuela, así que conmigo que no cuenten.
         Después de darle vueltas, me he decidido y voy a pasarme a la zona republicana, que, al fin y al cabo, es donde están los míos. Me iré de Aravalle e intentaré llegar a Madrid, para ofrecer mis servicios allí donde pueda ser más útil. Y para eso, necesito su ayuda y la de personas como usted. Tengo un plan de fuga, elaborado aquí, tarde tras tarde, en la lentitud de estos días junto al río.
         El alcalde, tío Manolo, podría fingir normalidad hasta que comience el curso. Don Guillermo podría extenderme otra cédula de identidad, por si tuviera problemas con las patrullas que hay por ahí. Tía Brígida, la de la taberna, podría ponerme al habla con algún vaquero de confianza, de esos que vienen de la sierra. Con él me iría y pasaría por la Angostura hacia el Losar. Desde allí, mediante contactos, me acercaría a la zona de Talavera, que he oído que aún son leales a la República. Llegar a Madrid ya no sería tan difícil. Mire, tío Isaac, prefiero los peligros que pueda traerme esta travesía que lo que me espera aquí en Aravalle: la escuela vuelta del revés o ir al frente con los que quieren acabar con la República.”
          Tío Isaac me oye con atención y cuando ve que el silencio se prolonga, me dice cauteloso: “No está mal pensado su plan, aunque yo prescindiría de ciertas cosas y daría a conocer mis intenciones sólo si lo necesitara.” Tío Isaac eleva su frente, deja de atar el costal y me mira con afecto paternal. Sin duda habrá pasado por muchos avatares a lo largo de su vida, y yo voy a ser ahora el receptor de sus mejores consejos, afirmados en su experiencia y en sus decepciones. “Yo no diría nada al alcalde, porque no hay ninguna necesidad de ello y, si lo hace, lo pone usted en un aprieto. Lo de don Guillermo me parece bien, pues puede resultarle útil tener otra cédula, llegado el caso. Además es un hombre íntegro y nunca se lo dirá a nadie. Por lo demás estando bien lo de Brígida, yo prescindiría de ello porque no es necesario. Escuche, don Dimas, tengo un plan que coincide bastante con el suyo.”
         Tío Isaac me propone que mañana, al anochecer, salgamos desde el molino, con las dos mulas cargadas de harina. Dando un rodeo, llegaremos al Venero, tomaremos el camino de la Angostura y cruzaremos hasta el Refugio de las Nieves. Allí nos encontraremos con un amigo suyo, con quien tiene un negocio. “Yo le llevo harina y él me trae aceite. Es algo que venimos haciendo desde hace dos años, cuando se dispararon los precios de estos productos. Subimos al trueque el primer viernes y el tercer jueves de cada mes, así que, ya sabe usted, mañana por la noche podría ser el momento.” Dice tío Isaac que, al comenzar el verano, suben a esas sierras muchos rebaños procedentes de las dehesas del Guadiana y que por estas fechas vienen los vaqueros a recogerlas. Su socio conoce a algunos y asegura que podrían pasarme hasta la zona de Toledo. Llegar a Madrid desde allí sería ya más fácil.
         “¡O sea, que había usted pensado en la posibilidad de que yo me fuese del pueblo de esta manera! ¡Incluso puede que ya haya hablado con su socio!” dije con contenida emoción pero sintiendo ya la acción galopante en mi mente.  “Claro, lo llevo preparando desde que le veo bajar todas las tardes rumiando, camino del río.” Un abrazo emocionado y el silencio por su parte respecto de lo que pueda encontrarme en el otro bando, donde no todo será tan limpio como su plan, sellan nuestra amistad.
        La tensión de la víspera aleja de mí cualquier resto de melancolía. Ultimados los detalles con tío Isaac, dejo atrás el río y subo a buen paso por el camino que me lleva al pueblo. Al llegar a la escuela, me fijo en sus muros iluminados por la luna y prendido en sus ventanas dejo uno de mis recuerdos más queridos, el de aquel catorce de abril, cuando, cansados y felices, mis amigos y yo bajábamos desde la Puerta del Sol a San Antonio de la Florida, justo antes de que Baldomero nos invitara a contemplar la mirada acechante del poder. Ya en casa, preparo la mochila y después abro el balcón. Miro hacia el Venero y desde allí mis ojos van recorriendo lentamente la silueta de la sierra. Después contemplo los campos bañados de luna y desde ellos mi corazón se despide de mis alumnos. Noto que me invade una extraña sensación de tranquilidad. Me retiro a dormir. Mañana, al anochecer, me espera tío Isaac junto al molino.
Dedicado a mis primeros maestros, doña Mari y don Faustino.
Y a todos los maestros republicanos, abolidos por la barbarie.
Jesús Bermejo Bermejo
1997
R. P. I. M-65816
Nota: Aunque algún nombre pudiera evocar recuerdos, todos los personajes son ficticios.


























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